Llegada la
madrugada de 25 de mayo, el padre Félix Bonet, provincial de Santo Domingo
junto al capitán Santiesteban previnieron a Pizarro sobre la conspiración y
acuerdos secretos que se venían gestando días atrás, y Pizarro libra
mandamientos de prisión, concebidos en términos severos contra varias personas
deteniéndose solamente al Dr. Jaime de Zudáñez defensor de los pobres. Con
motivo de esta prisión, se toca a rebato en todos los campanarios y,
especialmente, en la campana del Templo de San Francisco denominada ahora
"Campana de la Libertad", que alarma al pueblo el que afluye a la
plaza principal para reclamar la libertad de Zudáñez. El pueblo parecía
tranquilizarse y que así terminaba todo, más, para os patriotas se iniciaba
recién el gran drama de la guerra de la independencia.
Indignado el pueblo, por la
victimación de varias personas a causa de una descarga de fusilería autorizada
por Pizarro, corre el cabildo, rompe las puertas donde se aseguraron los cinco
cañones, los cargaron con piedras y e apuntó a la casa presidencial, el combate
se inició después con la grave detonación de los cañones que anunciaban al
mundo, el bautismo de sangre que los hijos de Chuquisaca brindaban por la
libertad americana.
Eran las 3 de la mañana del 26 de mayo, cuando Pizarro rindió las armas y se dió por preso, habiéndose publicado un bando anunciando que el Tribunal de la Real Audiencia se hacía cargo del mando del Gobierno de Charcas en medio de los vítores y satisfacción de la población.
La Plata revolucionariaEran las 3 de la mañana del 26 de mayo, cuando Pizarro rindió las armas y se dió por preso, habiéndose publicado un bando anunciando que el Tribunal de la Real Audiencia se hacía cargo del mando del Gobierno de Charcas en medio de los vítores y satisfacción de la población.
Se dice que el primer grito libertario del que se
enorgullece esta tierra tuvo menos que ver con ansias de libertad que con la
lealtad de esta colonia al depuesto rey español, Fernando VII, ante las
ambiciones de sus rivales portugueses y franceses por hacerse con la gallina de
los huevos de oro de la Corona ibérica. En todo caso, si las tenían algunos de
los protagonistas, graduados de la San Francisco Xavier e imbuidos de las ideas
que se discutían en sus corrillos tras la Revolución Francesa y la
independencia norteamericana. Uno de ellos era el abogado Jaime de Zudáñez, el
hombre cuyo apresamiento encendió la revuelta popular que se extendería al
resto de la Audiencia y acabaría mandando a la historia el dominio español.
Pero vayamos por los antecedentes. Desde 1797,
gobernaba en La Plata el presidente de la Audiencia Ramón García de León y
Pizarro, un personaje no precisamente popular, que vivía metido en eternos
altercados con los Oidores y la ciudadanía, las que eran con frecuencia
ventilados en las calles con panfletos incendiarios. Por entonces, la Madre
Patria había sido ocupada por Napoleón, emperador de Francia, quien con la
excusa de darles una lección a los rebeldes portugueses, pasó por España y
decidió que más valía Madrid y su medio mundo forrado de oro y plata que la
árida Lisboa. Dicho y hecho, depuso al rey Carlos IV, y a su hijo Fernando VII
lo mantuvo secuestrado, obligándolo a abdicar. Pero el pueblo de España no se
quedó a mirar pasar el desfile de los franceses, se rebelaron y en varias
ciudades formaron su Junta de gobierno para hacerles la estancia lo menos alegre
posible a los galos. Para meter en el baile a sus colonias, la Junta Suprema de
España e Indias en Sevilla envió a José Manuel de Goyeneche con el encargo de
lograr apoyo de Lima y Buenos Aires para reponer al rey destronado y, de paso,
expulsar al francés que Bonaparte les endilgó como nuevo monarca.
Goyeneche se dio antes un paseíto por Brasil,
donde estaba refugiada la realeza lusitana, entre ellos la hermana de Fernando
VII y reina regente de Portugal, Carlota Joaquina de Borbón, una infanta
exiliada con muchas ganas de reinar en las colonias de su hermano. Ésta le dio
al brigadier español unas cartas con semejante sugerencia para los Virreinatos
y él, diligente, se las pasó a los colonos de la Audiencia. Que no les hizo la
menor gracia, se puede ver por la reacción.
Las famosas cartas hicieron estallar las ya
malísimas relaciones entre García Pizarro y la Audiencia, con amenazas de
arrestos, insultos a grito pelado en la sala del tribunal, advertencias de
excomunión del Arzobispo y la muerte por un sofocón del Regidor de la Audiencia
durante una disputa a voces de por medio. El Presidente, junto con Goyeneche y
el Arzobispo de La Plata, Monseñor Moxó, se declararon partidarios de las
pretensiones de Carlota Joaquina, mientras que los Oidores y los doctores en
leyes de la ciudad se declararon leales a Fernando VII, rechazando la autoridad
de la Junta de Sevilla, y así se lo hicieron saber a los otros tres en un acta
donde vapuleaban la idea de anexarse al Brasil, y denunciaban a García Pizarro
y al Virrey Santiago de Liniers por traición. El Presidente contraatacó
haciendo destruir el acta, pero lo descubrieron y la ruptura de relaciones
entre las partes contrincantes tuvo lugar. Tras una larga guerra de pasquines,
buena parte escritos por el recién graduado doctor en leyes Bernardo
Monteagudo, a García Pizarro le llegó el rumor de que la Audiencia y el Cabildo
estaban planeando pedir su renuncia, y decidió adelantarse con la orden de
mandar apresar a seis de los mas vocingleros cabecillas, que iban a reunirse en
casa del oidor José de la Iglesia, pero de alguna manera estos se enteraron a
tiempo para fugar, de modo que a la hora de arrestar sólo pudieron echarle las
manos encima a Jaime de Zudáñez.
Era un 25 de mayo de 1809, cuando lo llevaron a
la cárcel de la corte, pasando por la Plaza Mayor, seguido por una multitud de
ciudadanos atraídos por los gritos que profería la hermana de Zudáñez siguiendo
al grupo que lo llevaba preso. Pronto la multitud se enteró del hecho y empezó
a apedrear la casa de la Audiencia, exigiendo su liberación y la renuncia del
Presidente, vociferando “¡Muera el mal gobierno! ¡Viva Fernando VII!”, entre
otros gritos menos fuertes que pedían vivas a la idea de una República. Uno de
los cabecillas, Lemoine, convenció sable en mano a los curas de la iglesia de
San Francisco de dejarle llegar a la campana de su torre, a la que hizo repicar
hasta rajarla. Lo mismo se hizo en los campanarios de las demás iglesias,
tocando las campanas a rebato para llamar a la ciudadanía, sin que García
Pizarro pudiera mover a las tropas para reprimirlos, ya que el oficial al mando
se pasó al otro bando y ordenó a los soldados no asomar la nariz a la calle. La
multitud le exigía, además, entregar todo el armamento de la guarnición militar
de la Audiencia, a lo que García Pizarro cedió; no obstante, se negó a la
tercera petición, de entregar el mando político y militar. Ante eso, la
ciudadanía le voló la puerta del palacio de la corte a cañonazos. Vencido,
Ramón García de León y Pizarro se entregó al día siguiente, el 26 de mayo. Con
un Pizarro había empezado la historia de la colonia de Charcas, y con un
Pizarro terminaba.
Los revolucionarios le dieron el mando político
de la Audiencia al decano de los oidores, José de la Iglesia, y el mando
militar al coronel Juan Antonio Álvarez de Arenales. Se organizaron compañías
de milicias ciudadanas para la defensa, divididas según oficios de sus
integrantes, y comandadas por los hermanos Joaquín y Juan Manuel Lemoine (I de
Infantería y III de Plateros), Manuel y Jaime de Zudáñez (II de Académicos y
Caballería), Pedro Carvajal (IV de Tejedores), Toribio Salinas (V de Sastres),
Manuel de Entrambasaguas (VI de Sombrereros), el hermano de Bernardo, Miguel
Monteagudo (VII de Zapateros), Diego Ruiz (VIII de Pintores), Manuel Corcuera
(IX de Varios), Manuel de Sotomayor, Mariano Guzmán y Nicolás de Larrazábal
(Artillería), así como un cuerpo de origen indígena. Estos salieron al
encuentro del intendente gobernador realista de Potosí, Francisco de Paula
Sanz, tío por línea ilegitima del rey español, a quien convencieron de volverse
tranquilo a su villa sin luchar. Después de esto, enviaron emisarios secretos a
las demás Intendencias y a Argentina para fomentar las ideas independentistas,
con el disfraz de buscar apoyo para Fernando VII. El más exitoso de los
emisarios fue Mariano Michel, quien ayudó a formar el grupo revolucionario de
Murillo en La Paz.
Pero el gobernador Sanz dio la alarma en el
Virreinato de Lima, desde donde el Virrey José Fernando de Abascal mandó a Goyeneche
a reprimir la revuelta en La Paz antes de que contagiara al Perú, mientras que
el nuevo Virrey del Rio de la Plata, Baltasar Hidalgo de Cisneros, enviaba al
general Vicente Nieto contra La Plata. Goyeneche fue exitoso, logrando sofocar
la revuelta paceña, tras lo cual los chuquisaqueños decidieron liberar a García
Pizarro, condenado por traidor, y aceptar a regañadientes como nuevo Presidente
de la Audiencia a Nieto, nombrado por el Virrey, que llegó a la ciudad en
diciembre de 1809. Éste hizo apresar a todos los oidores rebeldes y cabecillas
revolucionarios que pudo cazar, juzgarlos y desterrarlos a Lima para que de ahí
los enviaran a cumplir condena bien lejos y evitarse más jaleos, porque en
Buenos Aires éstos tenían muchos compañeros de universidad igual de revoltosos,
y podían volver a la carga. De esta manera, terminó la revolución de mayo. No
obstante, los desterrados no escarmentaron, pues cuando España los amnistió al
año siguiente, volvieron a la lucha, entre ellos Arenales y Monteagudo.
Los argentinos se encargaron de volver a prender
la mecha, casualmente también un 25 de mayo, pero de 1810. Al enterarse Sanz y
Nieto de que el Virrey había sido botado del cargo y en su lugar gobernaba una
junta en Buenos Aires, decidieron separarse de esa jurisdicción y pasar la
Audiencia al Virreinato de Lima. Mal les fue a Sanz y a Nieto, que presumía de
que sofocaría esta revuelta tan rápido como la de La Plata, pues sus tropas
fueron derrotadas por las del Primer Ejercito Expedicionario Auxiliar, que llegaron
a tierras potosinas, donde Castelli, el comandante rioplatense, los hizo
apresar y condenar a muerte por fusilamiento. Se nombró nuevo presidente de la
Audiencia al argentino Juan Martin de Pueyrredón. Desde entonces, las
Provincias Unidas del Rio de la Plata colaborarían con un total de cuatro
Ejércitos Auxiliares al territorio de la Audiencia hasta su emancipación.
Sin embargo, los verdaderos héroes de la
independencia serian los guerrilleros de las Republiquetas. Tras la derrota
patriota en la batalla de Guaqui en 1811, las ciudades de la Audiencia
volvieron a control realista, pero el área rural siguió dándole dolores de
cabeza a Goyeneche al crearse las guerrillas que controlaban grandes áreas de
territorio y acosaban las capitales. Estas zonas independientes eran conocidas
como Republiquetas, y existieron ocho en territorio de la Audiencia. En lo que
corresponde a Chuquisaca estaban la Republiqueta de Cinti, al sur, y la
Republiqueta de La Laguna, al centro-norte. En esta última harían fama y reputación
los esposos Padilla, Manuel Ascencio y Juana, a quienes la historia oficial
boliviana relegó. Ella, la hija única de un militar viudo y retirado en sus
fincas, era una joven rebelde que se vestía de muchacho y aprendió el manejo
del sable con su padre, y se casó con el adinerado Manuel Ascencio cuatro años
antes del comienzo de la revolución, en 1805. Padilla se unió a los ejércitos
patriotas argentinos de González Balcarce, combatiendo con el Ejercito del
Norte y la primera expedición argentina. Tras Guaqui, Goyeneche confiscó las
extensas propiedades de los Padilla en Chuquisaca, secuestrando a Juana y sus
niños pequeños, más no a Manuel Ascencio, quien logró escapar y liberar a su
familia. Cuando otro ejército auxiliar argentino, esta vez mandado por el
general Belgrano, acudió a la Audiencia, Padilla volvió a enrolarse, llevando
consigo a diez mil indígenas como tropa, y a Juana con sus niños a cuestas.
Ella no se dedicaba a acompañarlo o vendarle las heridas, como se podría
pensar, sino que combatía a su lado como un soldado más. Hábil con el sable,
participó en varias batallas, como la de Ayohuma en 1813, en la que juntó y
lideró un batallón.
Cuando los argentinos se retiraron de nuevo tras
otro desastre, los Padilla organizaron la guerrilla de Chuquisaca, con Vicente
Camargo liderando la rebelión en Cinti y el cacique guaraní Bacuire primero, y
el cacique Cumbay después, haciendo lo propio en la zona del Chaco
chuquisaqueño, con sus temibles divisiones de arqueros chiriguanos, que
llegaron incluso a Potosí. Durante 1816, Juana lideró las exitosas campañas
contra los realistas en Potosí y El Villar, actos que le valieron que
Pueyrredón le diera el rango de Teniente Coronel y Belgrano un sable ceremonial
de mando. El fin le llegaría a su esposo en la batalla de La Laguna, donde
ambos se enfrentaron a las tropas de Francisco Javier de Aguilera, y donde ella
fue herida. Al tratar de auxiliarla, Manuel Ascencio fue alcanzado, y aunque su
esposa logró escapar, a él le dieron muerte cerca de El Villar. Viuda, ella
siguió con la lucha en el norte de Argentina, bajo órdenes de Miguel de Güemes,
hasta el fin de la guerra. Tristemente, esta admirable mujer, que peleó aun
estando embarazada, perdiendo en ello bienes, esposo y cinco hijos, sufrió el
destino de tantos otros héroes bolivianos: murió pobre y sola, sin honores, sin
que se le restituyeran sus posesiones confiscadas, ni la pensión vitalicia que
le fue injustamente retirada en su vejez. Estuvo enterrada en una fosa de
indigentes, carente de lápida, hasta que un siglo después la exhumaron y
pusieron en una urna en Sucre. El único honor que recibió fue póstumo: Generala
del Ejército Argentino, rango concedido en julio del 2009 por la presidenta
Kirchner.
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