"ABYA YALA: TIERRA EN PLENA MADUREZ"

sábado, 30 de octubre de 2021

Delirio sobre el Chimborazo. Luis Britto García


Oct 26, 2021

Luis Britto García


En la erudita tarea de desarmar y volver a armar todos los aspectos de la vida de Bolívar siempre sobra una pieza. El análisis historiográfico ha calibrado el justo lugar que ocupan en ese mecanismo las semblanzas del dandy que lanza la moda de un sombrero en Europa, el militar que declara la Guerra a Muerte, el hacendista que reserva la riqueza del subsuelo para la propiedad de la nación, el educador que se reconoce criatura de un utopista y el político que diseña el equilibrio de las fuerzas de un continente que a su vez servirá de contrapeso al mundo. 
Esa investigación no ha podido nunca integrar en la estructura al visionario que escribe “Mi delirio sobre el Chimborazo”. Texto inflado de prosa romántica según unos, divertimento inexplicable para otros, el Delirio no cabe en ninguna de las casillas en que los especialistas han querido fragmentar a Bolívar. Pero justamente por esta irreductibilidad es la pieza que lo explica todo, el centro que coordina las misteriosas relaciones entre las partes.

 La vastedad americana, la multitud de los orígenes culturales del Mundo Nuevo podían, en efecto, asegurar la inevitabilidad de estrategas capaces de coronar la Campaña Admirable, de filósofos aptos para vislumbrar los grandes lineamientos del destino de un mundo y negociadores con habilidad para resolver a su favor la entrevista de Guayaquil. Lo que no se explica en modo alguno es que tantas y tan excluyentes modalidades del ser concurrieran en la misma persona. La lectura del Delirio nos permite transponer, literalmente, los umbrales del abismo que separa y a la vez reúne tantos rostros diversos.

Concisamente, el Delirio narra la anécdota de un hombre que asciende una cima hasta entonces no hollada por la planta humana, para depositar en ella la enseña de su causa política, su poder, su gloria. Toda montaña es, simbólicamente, punto de encuentro entre la verticalidad del espíritu y la solidez de la materia, confluencia entre cielo y tierra, lugar donde la variedad y la vastedad de las determinaciones del universo sensible ascienden y a la vez se reducen a la unidad de la cumbre. También, montaña es límite del espacio, fin de toda ascensión y de todo camino.

Por el abrupto término que opone a todo avance, la cima de un pico propone el comienzo de otra dimensión: la del tiempo. Si la historia del hombre es la de un animal que se hace preguntas sobre el tiempo, ello es porque éste no cesa de plantearle acertijos. Así como la cumbre evoca al tiempo, a su vez plantea al narrador –a todo narrador– los asfixiantes enigmas de si el universo es algo, si los instantes que los humanos llaman siglos pueden medir los sucesos, si el mundo entero no es menos que un punto en presencia del infinito.

Nicolás Maduro - 13 de octubre de 1822: Mi delirio sobre el Chimborazo |  FacebookEn un viejo mito griego, un hombre fue enfrentado con acertijos similares por otro fantasma, y la solución de ellos –que se refería siempre a la transitoriedad del instante– produjo la muerte del fantasma, y abrió al hombre el camino que lleva al poder y a renegar de la vista. En nuestra cortante mitología americana, por el contrario, el viajero viene desde el poder, y los enigmas, lejos de destruir el fantasma del tiempo, lo invitan, colocándolo desde ya en el centro de una mirada capaz de abarcar de un guiño los rutilantes astros, los soles infinitos.

Si el arcaico mito griego redime el pecado del poder en la anestesia de la ceguera, la epifanía americana lo martiriza en el tormento de la luz, de la cual son metáforas y a la vez espejos las referencias del héroe a los cristales eternos que circuyen el Chimborazo, y también aquel inmenso diamante que le servía de lecho. Visión y luz acaecen aun con los párpados cerrados: dentro de ellas concluyen pasado, presente y futuro: la perfección de su horror consiste en que a través de ellas se vislumbra la presencia absoluta de la nada.

Si en la aurora de la historia de Occidente un hombre perforó sus ojos para no contemplar lo insoportable, en la alborada de América otro hombre, inundado por la más arrasadora luz, todavía abre sus párpados para superponer a la claridad insoportable el transitorio vértigo de la voz de Colombia, el trajinar de los batallones, la miseria fisiológica y la muerte solitaria. Los pasos de esta última gesta se aprecian con justeza si se sabe que cada uno de ellos fue dado sobre el vacío, y en cierta manera contra y dentro de él.

La penetración de esta mirada que verificaba exactamente el estado de las cabalgaduras y la metálica intendencia de la artillería y el secarse de la tinta en la sentencia de muerte se puede ahora juzgar sabiendo que al mismo tiempo veía en todos ellos el espacio que encierra la materia. El salón del dandy y el lomo de la bestia indómita y el gabinete del dictador y el lecho de amor y el de la agonía que con escrupuloso utilitarismo citó para enfatizar proclamas no fueron entonces más que concreciones superpuestas al desierto de tal espacio.Mi delirio sobre el Chimborazo Simón Bolívar

El hombre, o la muchedumbre de hombres que peregrinaron dentro de ese ámbito fueron asombrosas consolidaciones de una voluntad capaz de evocar y materializar cualquier forma contra el telón de fondo del vacío. La crónica rememora profundos desalientos del Libertador. No le fueron nunca impuestos por los hechos: sus adversarios lo sabían infinitamente más peligroso vencido que vencedor. Si se quejó de haber arado en el mar, aun habiendo surcado la historia con un tajo imborrable, fue porque la luz insoportable lo hizo consciente de la levedad de todo paso humano en los piélagos de la eternidad. Porque sabía la nulidad de todos los gestos pudo asumirlos eficazmente.

También, el que le encomienda el fantasma del tiempo antes de desaparecer: No escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres. Esta acre y fiel verdad está más allá de los archivos y de los onomásticos. Nuestra peculiar ceguera nos ha hecho creer en una América determinada por los sablazos de los chafarotes y los salivajos de los demagogos.

La transparencia de un texto que nadie acepta nos hace comprender que la batalla y quizá el momento más importante de América tuvieron lugar silenciosamente, en el discreto momento en que un viajero adivinó los límites del hombre y los trascendió aferrándose lúcidamente a los despreciables juegos propios de un hombre o de un viejo, de un niño o de un héroe.

Ese instante que acontece siempre y dura perennemente cada vez que uno de los peregrinos del tiempo es herido por la luz y comienza a consumirse encendido, como lo dice el propio Delirio, de un fuego extraño y superior.



Mi delirio sobre el Chimborazo (Texto completo)

Simón Bolívar

Yo venía envuelto con el manto de Iris, desde donde paga su tributo el caudaloso Orinoco al Dios de las aguas. Había visitado las encantadas fuentes amazónicas, y quise subir al atalaya del Universo.

Busqué las huellas de La Condamine y de Humboldt; seguilas audaz, nada me detuvo; llegué a la región glacial, el éter sofocaba mi aliento. Ninguna planta humana había hollado la corona diamantina que puso la mano de la Eternidad en las sienes del dominador de los Andes.

Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte, ha recorrido en mis manos sobre regiones infernales; ha surcado los mares dulces; ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia, y el tiempo, no ha podido detener la marcha de la Libertad. Belona ha sido humillada por los rastros de Iris, y yo no podré trepar sobre los cabellos canosos del gigante de la tierra?

¡Si podré!

Y arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para mí, que me parecía divino, pasé sobre los pies de Humboldt, empañando aun los cristales eternos que circuyen al Chimborazo. Llego como impulsado por el genio que me animaba, y desfallezco al tocar con mi cabeza la copa del firmamento: y con mis pies los umbrales del abismo. Un delirio febril embarga toda mi mente: me siento como encendido de un fuego extraño y superior. Era el Dios de Colombia que me poseía.

De repente se me presenta el Tiempo, bajo el semblante venerable de un viejo cargado de los despojos de las edades: ceñudo, inclinado, calvo, rizada la tez, una hoz en la mano. –«Yo soy el padre de los siglos, me dice, soy el arcano de la fama y del secreto, mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio, los señala el Infinito: no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la muerte: miro lo pasado, miro lo futuro, y por mi mano pasa lo presente. ¿Por qué te envaneces, niño o viejo, hombre o héroe? ¿Crees acaso que el Universo es algo? ¿Que montar sobre la cabeza de un alfiler es subir? ¿Pensáis que los instantes que llamáis siglos pueden servir de medida a los sucesos? ¿Pensáis que habéis visto la Santa Verdad? ¿Imagináis locamente que vuestras acciones tienen algún precio a mis ojos? Todo es menos que un punto a la presencia del Infinito que es mi hermano».

Sobrecogido de un sagrado terror, ¿Cómo, ¡oh! Tiempo, –respondí– no ha de desvanecerse el mísero mortal que ha subido tan alto? He pasado a todos los hombres en fortuna, porque me he elevado sobre la cabeza de todos. Yo domino el Universo con mis plantas: toco al Eterno con mis manos, siento las prisiones infernales bullir bajo mis pasos: estoy mirando de una guiñada los rutilantes astros, los soles infinitos; he visto sin asombro el espacio que encierra la materia, y en tu rostro leo la Historia de lo pasado y los libros del destino.

«Observa –me dijo–, aprende, conserva en tu mente lo que has visto, dibuja a los ojos de tus semejantes el cuadro del Universo físico, del Universo moral; no escondas los secretos que el cielo te ha revelado: di la verdad a los hombres». El fantasma desapareció.

Absorto, yerto, por decirlo así, quedé exánime largo tiempo, tendido sobre aquel inmenso diamante que me servía de lecho. Al fin, la tremenda voz de Colombia me grita: resucito, me siento, abro con mis propias manos mis pesados párpados: vuelvo a ser hombre, y escribo mi delirio.

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