"ABYA YALA: TIERRA EN PLENA MADUREZ"

domingo, 3 de septiembre de 2017

Imperiofobia y Leyenda Negra. Medias mentiras y medias verdades

Esteban Mira Caballos

La edición de esta obra de María Elvira Roca Barea (Madrid, Siruela, 2016) ha tenido un gran éxito editorial y un considerable impacto mediático. Y ello por las hipótesis novedosas que plantea con un amplio aparato bibliográfico y con un tono a veces poco cordial y hasta despectivo con una parte de la historiografía. Me ha resultado imposible comentar todos los aspectos del libro por lo que apenas aludiré a las leyendas negras romana, rusa o estadounidense, centrándome en la española. Una decisión que no es aleatoria ya que, aunque la autora se detenga ampliamente en otros imperios y en otras imperiofobias, el objetivo del libro está bien claro desde la primera página: desenmascarar la leyenda negra y limpiar el buen nombre de España y de los españoles. Quiero empezar reconociendo que sus ideas fundamentales están bien documentadas y magníficamente argumentadas. Básicamente defiende tres aspectos:
Uno, que la leyenda negra es por antonomasia española pues, de hecho, para referirse a otras hay que ponerle el adjetivo de rusa, francesa o estadounidense. Los que mandan siempre han gozado de mala prensa, especialmente los imperios. Eso sí, a su juicio hay imperios coloniales como el belga, cuya mala prensa, el holocausto generado en el Congo, no es leyenda sino historia, pero no es el caso del español. Empieza explicando la Imperiofobia aplicada a Roma, para después establecer comparaciones con otras leyendas negras aplicadas al imperio español, a Rusia y a los Estados Unidos. 



Por cierto, que Elvira Roca omite un trabajo de un doctor en filología, al igual que ella, que le hubiera resultado de gran utilidad. Se trata de la obra de José Luis Conde, "La lengua del Imperio", que obtuvo el II Premio Rosa María Calaf de Investigación y que fue editado en el año 2008. En este último estudio se compara, con una excelente erudición, la retórica del imperialismo romano con el estadounidense. El Dr. Conde establece interesantísimas conexiones ideológica entre los pensadores romanos imperialistas o antiimperialistas –Cicerón, Salustio, Cornelio Tácito, Tito Livio, etc.- y los estadounidenses –Miles, Chalmers, Badian, etc.- así como símiles sorprendentes en la evolución política de ambos imperios. Dentro del propio imperio romano hubo críticos como Salustio, una especie como de padre Las Casas de la antigüedad.
Dos, que la leyenda negra no es una cuestión del pasado sino que sigue existiendo en pleno siglo XXI con gran vitalidad, a través de los textos y de la filmoteca. Niega la idea repetida por algunos historiadores actuales, como Henry Kamen o Ricardo García Cárcel, de que la leyenda negra ha desaparecido hace mucho tiempo. Y se ensaña con ambos, primero con Kamen a quien considera justo al contrario de lo que él mismo afirma, es decir, de ser uno los agentes perpetuadores de la imperiofobia. Y ello precisamente por negar la leyenda y respaldar la teoría del Imperio Inconsciente cuando afirma que España no construyó su imperio sino que "le cayó encima de manera circunstancial", fruto de herencias. Y segundo con García Cárcel a quien corrige con dureza pues le parece inadmisible su tesis de que nunca ha existido una leyenda negra al no darse una crítica sistemática y premeditada frente a España y a los españoles. Y la autora llega tan lejos en su idea que sostiene que la crisis económica actual y el incremento de la deuda pública española no se ha debido tanto a la crisis internacional o a la mala gestión de los sucesivos gobiernos españoles como a ¡la Leyenda Negra!, al incrementar sin causa aparente la prima de riesgo. 
Y tres, que esta leyenda ha terminando calando en la propia intelectualidad española hasta el punto que todos ellos deben entrar en mayor o menor medida en la crítica a su propia nación "¡si quieren conseguir algún respeto!" Y dice más, en general, el intelectual español es desde siempre "autocrítico y flagelante" y estima que "negar la leyenda negra es ser un español moderno y no un periférico acomplejado". Según parece todos estábamos equivocados, ensimismados en nuestra propia paranoia flagelante, hasta que hemos tenido la suerte de gozar de su redención. 
La Leyenda Negra empezó en Italia y la terminó asumiendo la élite ilustrada española. En cambio, el concepto sí que surgió en la España decimonónica para popularizarse en la siguiente centuria a partir del libro de Julián Juderías, un cantor de las glorias de la patria hispana. Quede claro que el término parte no de los enemigos de España sino de los defensores. Pero, contra la opinión del propio Kamen, de Pierre Chaunu o de Carmen Iglesias, esta leyenda no solo existe en la conciencia de los españoles sino que sigue fuertemente implantada en toda la intelectualidad de los países de nuestro entorno, especialmente de los protestantes.
Creo que su tesis principal, es decir, que hubo –y en algunos aspectos pervive- una Leyenda Negra, al tiempo que está en plena vigencia una Imperiofobia frente a los Estados Unidos, es correcta. Hace algunos siglos, los españoles encarnaban el mal, la perniciosa mezcla racial y el engendro de todos los males como en la actualidad lo encarnan los estadounidenses. Hasta ahí podemos estar más o menos de acuerdo, pasemos ahora a analizar los desacuerdos. 
Se lamenta la autora de que la interpretación de la historia siempre se ha realizado desde la ideología, especialmente por los historiadores de izquierda. Y en parte lleva razón, pues todo historiador tiene su ideología y ello influye en su forma de interpretar la historia. El problema es que su texto también está preñado de ideología, por lo que en cualquier caso peca de lo mismo que con tanto énfasis critica. E incluso le llega a traicionar el subconsciente cuando sorprendentemente afirma –p. 359- que una de las constantes de los imperios ha sido el autocuestionamiento y la inadecuación de la respuesta. Dice que ante la propaganda orangista Felipe II respondió convocando una auditoría internacional y frente a los grabados de De Bry con la sesuda obra de Solorzano Pereira. Un verdadero fiasco porque, según Elvira Roca, la respuesta ¡no puede ni debe ser científica sino que a los ataques propagandísticos, solo se puede responder "de la misma manera, a ser posible de forma más ofensiva y más falsa!" Pues ¡vaya!, esta idea suya no dice mucho a favor del cientifismo de sus argumentos que tratan de responder a la Leyenda Negra. 
Pero a mi juicio, el mayor error de su obra consiste en confundir leyenda negra con historia negra, de forma que al final trata de reescribir toda la historia, bordeando, omitiendo o directamente eliminando los aspectos más escabrosos que, según ella, son falsedades atribuibles a la citada Imperiofobia. La autora tergiversa infinidad de hechos, unos de manera intencionada y otros quiero creer que por desconocimiento, para tratar de meter con calzador su particular visión de la historia. 
Empieza ironizando sobre la afirmación de Marvin Harris de que la aparición del estado llegó ligada a la de la esclavitud. La autora dice jocosamente que "por eso el hombre preneolítico, con una esperanza de vida de unos veinte años, era el más libre del planeta". Pues, mire usted, pese a su ironía, es posible que el hombre del Paleolítico viviese más libre aunque padeciese el azote de la enfermedad y de la muerte.
           
Con respecto a la historia de España interpreta, siguiendo su propia línea argumental, que ha estado fuertemente influida por la Leyenda Negra. De ahí que analice uno a uno muchos aspectos de nuestra historia haciendo una revisión crítica, siempre aminorando o directamente eliminando los aspectos más negativos o polémicos. Obviamente, entra de lleno en los asuntos más controvertidos de nuestro pasado: genocidio americano, casticismo, inquisición, militarismo, racismo, etc. El famoso saco de Roma de 1527 fue usado ampliamente por los hispanófobos pese a que los soldados españoles eran minoría y que hubo otros saqueos mucho más gravosos. Igualmente las guerras de religión que se generaron en Europa, fueron verdaderas guerras civiles entre católicos y las distintas ramas del protestantismo. Incluso la victoria en la batalla de Mühlberg (1547) fue atribuida a los españoles cuando en realidad estos eran una minoría. Y es que lo mismo las guerras de religión que la de Flandes fueron sendas guerras civiles en las que España participó de manera muy marginal, pese a los diretes de la Leyenda Negra. Y ofrece un dato: de los 54.300 que comandaba en Flandes el duque de Alba en 1573, solo 7.900 eran españoles. Y en parte lleva razón, aunque supongo que alguna responsabilidad tendría el Imperio.
           
A la Inquisición le dedica un capítulo de veintisiete páginas para tratar de demostrar que toda la información ha sido manipulada por los historiadores detractores de la patria. Se ceba especialmente con la antropóloga belga Christiane Stallaert, a quien considera "inoculada del complejo psíquico de la leyenda negra" al comparar la Inquisición con el holocausto nazi. Sin embargo yo, que sigo con gran interés los textos de la profesora belga, diré en su descargo que ella trabaja dentro de una metodología comparativista constructiva e hizo la asimilación explicando muy bien las diferencias tanto cuantitativas como cualitativas entre ambos acontecimientos. Elvira Roca nos recuerda con insistencia varios aspectos del Santo Tribunal que la mayoría sabíamos: que apenas ajustició a unas 3.000 personas, que la tortura fue una práctica excepcional y que las persecuciones religiosas en Europa causaron muchas más víctimas. En este caso sigue a Henry Kamen y le tocan las críticas a Joseph Pérez por advertir que tampoco hay que abusar de la atenuación de los horrores inquisitoriales tan de moda en las investigaciones actuales. Y ya puestos a destacar las excelencias del Santo Tribunal destaca que fue pionero en la defensa de los derechos humanos, al prohibir la tortura un siglo antes de que esta misma medida se generalizara en Europa. Bueno, supongo que la doctora Roca podrá disculpar que me posicione y solidarice con el gran Joseph Pérez; ni tanto ni tan calvo.

En relación a las expulsiones de minorías étnicas o religiosas, la autora obviamente las minimiza. En relación al cadalso de los sefardíes en 1492, afirma que ha formado parte esencial de la Leyenda Negra, al difundirse que fue un problema exclusivamente hispánico. Sin embargo, ella cree haber descubierto algo todos sabemos desde siempre, que las expulsiones de judíos fueron una constante en toda la Europa bajomedieval, pues empezaron con la expulsión de semitas ingleses en 1290. Y dice más, los expulsados fueron poco numéricamente hablando e irrelevantes desde el punto de vista económico, como prueba el hecho de que España se mantuviera como primera potencia mundial. La expulsión de los moriscos tampoco se debió a la xenofobia sino que había un problema de seguridad nacional. Y añade un dato: ya en la rebelión de las Alpujarras hubo que traer a los tercios de Flandes porque se temió un desembarco turco que ayudase a los moriscos a recuperar España para el Islam. Pues bien, en España hay una larguísima trayectoria en estudios sobre los moriscos y ha quedado bien demostrado que los moriscos no poseían armas ni posibilidad de reconquistar España y que ese argumento fue un intento de justificación pensado a posteriori. Por otro lado, salieron 300.000 personas en medio de todo tipo de calamidades y penalidades, pues fueron asaltados durante el trayecto a los puertos de embarque. En algunos casos, se les arrebataba a sus propios hijos antes de embarcar, pues en teoría habían quedado al margen de la expulsión. Un verdadero drama para aquellas familias, forzadas a marchar al exilio, expoliadas y maltratadas. Y la cosa no acababa ahí, pues el embarque se hacía en condiciones de hacinamiento y a su llegada, incluso en territorio magrebí, no siempre eran bien aceptados. Un drama que no comparece en las páginas del libro de Elvira Roca. Sería muy largo seguir insistiendo.
La derrota de la Armada Invencible es otro de los temas favoritos de la Leyenda Negra que a su juicio ha exagerado hasta rozar el "ridículo", por dos motivos: primero porque el objetivo nunca fue invadir Inglaterra sino deponer a Isabel I y, segundo, porque España mantuvo el dominio de los mares durante más de medio siglo más. En fin, no es que no sea cierto lo que afirma sino que no conozco a ningún autor español ni inglés que afirme lo contrario. Y añade un argumento que a mi juicio no puede ser más parcial: todo el mundo –"eruditos y semianalfabetos", puntualiza- conoce el desastre de la Invencible en Inglaterra, pero casi nadie sabe que los ingleses fracasaron cinco veces en su intento de invadir el Imperio: Veracruz (1568), España (1589), Cartagena de Indias (1740) y Argentina (1804 y 1806). Un par de matices: uno, dado que la autora no cree que los territorios americanos fuesen colonias sino solar patrio, claro, incluye los asaltos a los territorios ultramarinos. Y otro, puestos a sumar dichos territorios hay que añadir que fueron muchísimos más, algunos exitosos, como el perpetrado contra Jamaica. El propio desembarco de los puritanos en Norteamérica no dejaba de ser una invasión en tanto en cuanto dichos territorios habían sido donados a España en las bulas Inter Caetera. Y enlazando con la defensa de Cartagena de Indias en 1740 por el gran Blas de Lezo, se lamenta de que nadie hable de él, cosa que no es cierta y me remito a lo mismo que suele hacer la autora, es decir, a buscar Blas de Lezo en Google para comprobar que goza de cientos de entradas. Y en relación al rechazo al almirante dice que en 2016 hubo una consulta popular para poner nombre a un buque de la armada inglesa y, al salir Lezo en primer lugar, fue eliminado directamente por las autoridades británicas. El comentario no puede ser más desafortunado, está claro que no le iban a poner a un buque de la armada inglesa el nombre de la persona que la humilló. Sería igual de ilógico que ponerle a un buque de la armada española el nombre de Francis Drake; creo que empatizar un poco no es tan difícil, solo hay que intentarlo.
Asimismo, trata el asunto de la venalidad en el imperio español, para añadir que nunca alcanzó la extensión y la intensidad que en otros países de Europa. Pues por las referencias que cita, Antonio Domínguez Ortiz y Francisco Tomás y Valiente, da la impresión que no conoce los recientes trabajos de Francisco Andújar Castillo, María del Mar Felices de la Fuente, Ángel Sanz Tapia o Antonio Jiménez Estrella, por citar solo a algunos. En dichos estudios se sitúa la venalidad en el Imperio al mismo nivel que en Francia y en cotas muy superiores al de otros países de nuestro entorno, como Portugal. Desgraciadamente, la venta de oficios públicos por parte de la Corona fue una constante en el Antiguo Régimen a lo largo y ancho del Imperio. Ello se enmarcaba en un proceso más amplio de enajenación de todo el patrimonio regio, por necesidades monetarias, que abarcó a todo lo vendible, desde títulos de ciudad a nobiliarios, pasando por Grandezas de España y todo tipo de cargos de la administración civil y militar, tanto nacional como local.
           
Otro capítulo completo, de más de cincuenta páginas, le dedica a la conquista y colonización de América, otro de los grandes mitos de la Leyenda Negra. Quiero señalar que el primer error está en el comentario de la propia portada, que pone "Lienzo de Tlaxcala, 1522". Bueno, es cierto que es un fragmento del citado lienzo pero no del año 1522. Los tres oríginales que se confeccionaron eran de 1552, pero dado que se perdieron solo se conserva una copia de Manuel de Yáñez de 1773. Quede constancia de este pequeño desliz. Pero siguiendo con nuestro argumento, como no podía ser de otra forma, empieza la parte americana desacreditando al "panfletista" paranoico del padre Las Casas, siguiendo sin citarlo a Méndez Pidal, que no fue más que un mero imitador de fray Antonio de Montesinos. Una vez más, el buen nombre del dominico, del querido protector de los indios, uno de los personajes más fascinantes de nuestro pasado, tirado por los suelos por dar pábulo a nuestra Leyenda Negra. Como ella suele decir, no insistiré; solo una cosa, dice que alentó la introducción de esclavos negros para proteger al indígena, idea que está rebatida ya por decenas de historiadores desde hace décadas. Lo escribió en una ocasión y se retractó varias veces a lo largo de su vida. Quede constancia.
Como dijimos anteriormente, insiste muy especialmente en el hecho de que los territorios americanos nunca fueron colonias sino reinos, suelo patrio en igualdad de condiciones con el resto de entidades peninsulares. Le parece incomprensible que profesionales de la historia, entre los que me cita, usen el concepto de colonia, esgrimiendo que las Leyes de Indias dejan muy claro que no eran tal cosa. Y ya que me cita a mí personalmente, aunque somos cientos los americanistas que usamos el término colonia, trataré de rebatirla. Es cierto que las Leyes de Indias hablan de reinos y de virreyes, pero cualquier americanista sabe, esos mismos a los que ella trata de ridiculizar, que en la práctica el estatus de aquellos territorios fue colonial. Da igual como aparezcan denominados en la documentación, lo realmente importante es que lo mismo la expansión inglesa, que la holandesa, francesa, estadounidense o española pretendía obtener unos réditos de la explotación de aquellos territorios. Los criollos lo tenían clarísimo, tan claro que desde la segunda mitad del siglo XVI se configuraron como clase para defender, con éxito por cierto, sus propios intereses frente a los metropolitanos. Y la propia Independencia, ya en el siglo XIX, la llevaron a cabo no para acabar con la estructura social colonial sino al contrario, para perpetuarla y beneficiarse de ella sin tener que rendir cuentas a las autoridades metropolitanas. Y no cito autoridades que afirman esto mismo por no extenderme en exceso.
           
Alude extensamente, citando de nuevo un libro de mi autoría, al extremeño Nicolás de Ovando, el primer gobernador de las Indias, con el que comete el error clásico de convertirlo en "fray" cuando en realidad era "frey", es decir, freire de la Orden de Alcántara y no fraile de una Orden religiosa. Pero, entrando en el fondo de la cuestión, destaca sus excelencias como poblador, fundador de ciudades y organizador de cabildos. Eso sí, omite cualquier tema relacionado con las brutales matanzas de Higüey y Xaragua o el ajusticiamiento de la bella cacica Anacaona. Asimismo, prescinde de un dato muy relevante que fue él precisamente el introductor en el Nuevo Mundo de las encomiendas de indios que a la postre se convirtieron en una forma encubierta de esclavitud. Supongo que la autora interpreta que todo eso se trata de fabulas, de invenciones introducidas por mí que estoy abducido por la Leyenda Negra.
           
Por lo demás destaca la red de caminos, la preocupación por los hospitales públicos, la introducción del protomedicato en Indias y de las Universidades. Afirma que solo en la primera mitad del siglo XVI se erigieron veinticinco hospitales grandes, al estilo del gran hospital de San Nicolás de Bari, fundado en Santo Domingo por Nicolás de Ovando. Y puedo dar por válido el número total de hospitales pero no el calificativo de "grandes". Parece ignorar que ese gran edificio de San Nicolás al que ella se refiere y cuyas ruinas se pueden visitar todavía hoy, fue construido en estilo tardogótico, mucho después, y que en tiempos de Ovando no era más que un pequeño habitáculo vernáculo con camas para seis enfermos.
           
Por supuesto, el declive de la población indígena es uno de los temas favoritos de la Leyenda Negra que Elvira Roca trata de de aclarar. Empieza aludiendo, cómo no, a estimaciones extremadamente bajas, más aún que las de Ángel Rosenblat, como las de José Vasconcelos que sitúa la población total de América en 6 millones de habitantes. No conozco a ningún americanista ni demógrafo actual que defienda cifras tan bajas. De hecho, las estimaciones sobre la población en el continente fluctúan entre los 8 millones y los 112, aunque lo más común es aceptar cifras intermedias, comprendidas entre los 30 y los 50 millones. Pero dado que el descenso se situó entre el 80 y el 90 por ciento el posicionamiento de situarla en seis millones no es baladí. No es lo mismo un descenso de cuatro millones que de 26. Pero en cualquier caso; y ¿por qué descendió la población hasta situarse a finales del siglo XVI en poco más de dos millones? La autora tiene muy claras las dos causas: una, debió a las enfermedades virulentas, empezando por la influencia suina de 1493, citando los estudios de Francisco Guerra e ignorando que Noble David Cook ha demostrado que en realidad fue un brote temprano de viruela. Y otra, el mestizaje, dado que las mujeres indígenas quedaron encandiladas con los españoles, "producían niños mestizos", no indios, es decir, pura y simple "matemática". Todo lo demás, asesinatos de caciques hostiles, trabajo sistemático en las minas, las pesquerías de perlas, las hambrunas tras el robo de sus alimentos, las expediciones de rescate, etc., etc., son invenciones de la Leyenda Negra. Ni una palabra de la encomienda, aunque sí dedica unas líneas a la mita para decir que los españoles se limitaron a mantener en el tiempo una institución incaica y que solo había hombres asalariados, y ¡mejor pagados por cierto que muchos de los trabajadores europeos! Pues bueno, no sé de dónde saca esas informaciones, pues los únicos asalariados en las minas hispanas eran los llamados faltriqueras, que eran habas contadas. De nuevo, tergiversación pura y dura y sin ningún tipo de pudor; la mita incaica eran unos servicios en obras públicas muy llevaderos y los españoles la modificaron, llevándola a unos niveles de explotación absolutamente irracionales. En 1575 el virrey Francisco de Toledo la reguló, movilizando nada menos que a 95.000 nativos de diecisiete provincias que trabajarían una semana y descansarían dos. Se estimaba que tenía que haber permanentemente en las minas cuatro mil quinientos efectivos por lo que, para respetar las dos semanas de descanso, debían movilizarse permanentemente a trece mil quinientos mitayos. Otra cuestión es que, debido a la alta mortalidad, al final los tiempos de descanso no se respetaron, convirtiéndose las minas en verdaderos cementerios. Tan claro lo tenían los pobres quechuas que el día antes de su partida celebraban en sus pueblos un lúgubre oficio de réquiem, en el que unos y otros se abrazaban llorando. Se ha calculado en un millón, el número de nativos fallecidos en los yacimientos de Huancavelica, Potosí, Oruro y cerro de Pasco. Un holocausto sangriento para saciar la voracidad de plata del Imperio de los Habsburgo y que omite totalmente Elvira Roca.
           
La conquista española, a diferencia de la expansión de otros imperios, fue pactista, y la autora destaca la necesidad de hacer una gran monografía destacando este singular aspecto. Aunque no lo dice explícitamente se suma a la tesis de que la conquista de América fue poco menos que una guerra civil entre indios. En cambio en la expansión anglosajona no hubo pactos, según la autora, no porque no fuera posible sino porque nunca hubo voluntad de alcanzarlos. Sería largo rebatir este punto, pero me limitaré a decir que todos los pueblos conquistadores a lo largo de la historia, macedonios, cartagineses, romanos, godos, islámicos, etc., etc., han tratado siempre de alcanzar pactos con las poblaciones nativas. Ningún guerrero quería señorear un territorio vacío; allí donde existía la posibilidad de pacto se hacía, donde no, se eliminaba a la élite dirigente y se colocaba en su lugar a otra sumisa a los deseos de los vencedores. Y esto, como digo, ha sido una constante a lo largo de la historia, incluso en Norteamérica, donde sí hubo acuerdos hasta la brutal conquista del oeste del siglo XIX. En cualquier caso, por si alguien piensa lo contrario, aclara, siguiendo a Inga Clendinnen, que lamentar la desaparición de un imperio sangriento, antropófago y totalitario como el azteca es como sentir pena por la derrota de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Creo que no es necesario refutar semejante barbaridad.
No podía faltar la comparación entre la colonización puritana de Norteamérica y la española. Se ensaña con el hispanista inglés John Elliott, a quien dicho sea de paso cita reiteradamente como Elliot, sin la segunda "t" final. Le acusa de "ceguera intelectual", al comparar ambas realidades como si se tratase dos imperios que en realidad no fueron simultáneos sino sucesivos. Y efectivamente, como explica Elvira Roca y desarrolla con mucha más amplitud Jorge Fernández-Armesto, la América Hispana era mucho más rica que la anglosajona y que la súbita divergencia solo ocurrió tras la Independencia, y no por la actitud ante el trabajo de los puritanos como una parte de la historiografía ha defendido. Asimismo, trata de rebatir la idea del hispanista de que en Norteamérica se exterminó al aborigen no por racismo sino porque era imposible de integrar en la cadena productiva. Elvira Roca lo desmiente argumentando que en Norteamérica había pueblos civilizados como los iroqueses, algonquinos o sioux y tampoco fueron integrados. Y que en Hispanoamérica había grupos seminómadas que sí fueron integrados por los misioneros jesuitas y franciscanos. Sin embargo, por mucho que se empeñe, pueblos como los algonquinos o los sioux fueron siempre seminómadas y se asentaban solo temporalmente en las zonas donde cazaban o pescaban; nada parecido a pueblos estatalizados como los mexicas o los incas. En cuanto a las reducciones jesuíticas y franciscanas fueron un verdadero hito, una de esas luces que todavía nos hacen creer en el ser humano. Pero no fue la norma; cuando los españoles se encontraron pueblos nómadas o seminómadas o los exterminaron o simplemente no colonizaron dicho territorio. Si hubiese leído el magnífico libro de Jorge Cañizares-Esguerra, "Católicos y puritanos en la colonización de América" (Marcial Pons, 2008), hubiese podido concluir, de acuerdo con dicho autor, que ambos, puritanos y católicos, "veían el mundo de la colonización en términos bastante similares".
Actualmente, está en plena efervescencia el antiamericanismo, pues se le atribuyen a los Estados Unidos todos los tópicos de la Leyenda Negra: el hecho de ser "una versión degenerada de Europa" y racialmente impuros. Y, como le ha ocurrido a la hispanofobia, también tienen el antiamericanismo dentro de casa, cuya cabeza visible es Noam Chomsky, quien "con sus medias verdades y medias mentiras… no es más que una máquina expendedora de antiamericanismo… cuyo producto tiene mucha demanda porque proporciona confort y autocomplacencia casi gratis". Y es que, según Elvira Roca, la Imperiofobia encuentra "su acomodo en una clase letrada, con capacidad de captar y manipular el malestar del pueblo". Y ya puestos, todas las críticas al actual Imperio, los Estados Unidos, se deben a la leyenda negra, siendo, a juicio de la autora, una pura invención interesada. Se le critica por lo que son –un imperio- y no por lo que hacen. Por eso está generalizada la idea de que los estadounidenses, "además de medio tontos, son unos ignorantes". Y toda esta crítica a las actuaciones descomedidas del imperio, lo mismo de George Bush que de Clinton o del actual Donald Trump, es negligente por definición "porque vender irresponsabilidad ha sido siempre muy lucrativo. Que la culpa sea de otro es descansado. Alivia el alma y nos evita muchos quebraderos de cabeza y mucho esfuerzo". ¡Increíble que esto lo haya podido escribir una persona medianamente sensata!
           
concluir, creo que estamos ante un libro inteligente y bien trabajado, pero al servicio de una ideología muy concreta. Además tiene el aliciente de generar debate, algo que puede hacernos avanzar desde el punto de vista historiográfico. Su tesis fundamental está bien demostrada y contrastada, que la Leyenda Negra ha existido y en parte perdura hasta nuestros días. Los imperios siempre han sido criticados e incluso se ha fabulado contra ellos, eso queda bien claro en este libro. Como aspectos más negativos encuentro dos: uno, que impugna muy críticamente los trabajos de grandes maestros, como John Elliott, Henry Kamen, Christiane Stallaert, Joseph Pérez o Marvin Harris. Todos pueden haber planteado ideas discutibles en algún momento pero es injusto y muy atrevido refutar la totalidad de su excelencia académica e investigadora. Y el otro me parece aún más grave; confunde leyenda negra con historia negra. Está claro que eso de los españoles latinos, anti-semitas y comedores de carne cruda es pura Leyenda Negra, pero no es menos cierto que existió un Santo Tribunal de la Inquisición, que no defendía precisamente los Derechos Humanos, que Atahualpa murió ajusticiado después de pagar su rescate y que los moriscos fueron dramáticamente expulsados. Hubo Leyenda Negra y también historia negra, y es muy importante no confundir una cosa con la otra ni olvidarla, especialmente la segunda.

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