(Metapa, 1867 - León, 1916) Seudónimo del gran poeta
nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento, iniciador y máximo
representante del Modernismo hispanoamericano. Su familia era conocida
por el apellido de un abuelo, "la familia de los Darío", y el joven
poeta, en busca de eufonía, adoptó la fórmula "Rubén Darío" como nombre
literario de batalla.
Rubén Darío
Con una dichosa facilidad para el ritmo y la
rima creció Rubén Darío en medio de turbulentas desavenencias
familiares, tutelado por solícitos parientes y dibujando con palabras en
su fuero interno sueños exóticos, memorables heroísmos y tempestades
sublimes. Pero ya en su época toda esa parafernalia de prestigiosos
tópicos románticos comenzaba a desgastarse y se ofrecía a la imaginación
de los poetas como las armas inútiles que se conservan en una panoplia
de terciopelo ajado. Rubén Darío estaba llamado a revolucionar
rítmicamente el verso castellano, pero también a poblar el mundo
literario de nuevas fantasías, de ilusorios cisnes, de inevitables
celajes, de canguros y tigres de bengala conviviendo en el mismo paisaje
imposible.
Casi por azar nació Rubén en una pequeña
ciudad nicaragüense llamada Metapa, pero al mes de su alumbramiento
pasó a residir a León, donde su madre, Rosa Sarmiento, y su padre,
Manuel García, habían fundado un matrimonio teóricamente de
conveniencias pero próspero sólo en disgustos. Para hacer más llevadera
la mutua incomprensión, el incansable Manuel se entregaba
inmoderadamente a las farras y ahogaba sus penas en los lupanares,
mientras la pobre Rosa huía de vez en cuando de su cónyuge para
refugiarse en casa de alguno de sus parientes. No tardaría ésta en dar a
luz una segunda hija, Cándida Rosa, que se malogró enseguida, ni en
enamorarse de un tal Juan Benito Soriano, con el que se fue a vivir
arrastrando a su primogénito a "una casa primitiva, pobre y sin
ladrillos, en pleno campo", situada en la localidad hondureña de San
Marcos de Colón.
No obstante, el pequeño Rubén volvió
pronto a León y pasó a residir con los tíos de su madre, Bernarda
Sarmiento y su marido, el coronel Félix Ramírez, los cuales habían
perdido recientemente una niña y lo acogieron como sus verdaderos
padres. Muy de tarde en tarde vio Rubén a Rosa Sarmiento, a quien
desconocía, y poco más o menos a Manuel, por quien siempre sintió
desapego, hasta el punto de que el incipiente poeta firmaba sus primeros
trabajos escolares como Félix Rubén Ramírez.
Durante
su primeros años estudió con los jesuitas, a los que dedicó algún poema
cargado de invectivas, aludiendo a sus "sotanas carcomidas" y
motejándolos de "endriagos"; pero en esa etapa de juventud no sólo
cultivó la ironía: tan temprana como su poesía influida por Bécquer y
por Victor Hugo fue su vocación de eterno enamorado. Según propia
confesión en la Autobiografía, una maestra de las primeras letras
le impuso un severo castigo cuando lo sorprendió "en compañía de una
precoz chicuela, iniciando indoctos e imposibles Dafnis y Cloe, y según
el verso de Góngora, las bellaquerías detrás de la puerta".
Antes
de cumplir quince años, cuando los designios de su corazón se
orientaron irresistiblemente hacia la esbelta muchacha de ojos verdes
llamada Rosario Emelina Murillo, en el catálogo de sus pasiones había
anotado a una "lejana prima, rubia, bastante bella", tal vez Isabel
Swan, y a la trapecista Hortensia Buislay. Ninguna de ellas, sin
embargo, le procuraría tantos quebraderos de cabeza como Rosario; y como
manifestara enseguida a la musa de su mediocre novela sentimental Emelina
sus deseos de contraer inmediato matrimonio, sus amigos y parientes
conspiraron para que abandonara la ciudad y terminara de crecer sin
incurrir en irreflexivas precipitaciones.
En agosto de 1882 se encontraba en El Salvador, y
allí fue recibido por el presidente Zaldívar, sobre el cual anota
halagado en su Autobiografía: "El presidente fue gentilísimo y me
habló de mis versos y me ofreció su protección; mas cuando me preguntó
qué es lo que yo deseaba, contesté con estas exactas e inolvidables
palabras que hicieron sonreír al varón de poder: "Quiero tener una buena
posición social".
En este elocuente episodio, Rubén expresa sin
tapujos sus ambiciones burguesas, que aún vería más dolorosamente
frustradas y por cuya causa habría de sufrir todavía más insidiosamente
en su ulterior etapa chilena. En Chile conoció también al presidente
suicida Balmaceda y trabó amistad con su hijo, Pedro Balmaceda Toro, así
como con el aristocrático círculo de allegados de éste; sin embargo,
para poder vestir decentemente, se alimentaba en secreto de "arenques y
cerveza", y a sus opulentos contertulios no se les ocultaba su mísera
condición. Publica en Chile, a partir de octubre de 1886, Abrojos,
poemas que dan cuenta de su triste estado de poeta pobre e
incomprendido, y ni siquiera un fugaz amor vivido con una tal Domitila
consigue enjugar su dolor.
Para un concurso literario convocado por el millonario Federico Varela escribe Otoñales, que obtiene un modestísimo octavo lugar entre los cuarenta y siete originales presentados, y Canto épico a las glorias de Chile,
por el que se le otorga el primer premio, compartido con Pedro Nolasco
Préndez, y que le reporta la módica suma de trescientos pesos.
Pero es en 1888 cuando la auténtica valía de Rubén Darío se da a conocer con la publicación de Azul,
libro encomiado desde España por el a la sazón prestigioso novelista
Juan Valera, cuya importancia como puente entre las culturas española e
hispanoamericana ha sido brillantemente estudiada por María Beneyto. Las
cartas de Juan Valera sirvieron de prólogo a la nueva reedición
ampliada de 1890, pero para entonces ya se había convertido en obsesiva
la voluntad del poeta de escapar de aquellos estrechos ambientes
intelectuales, donde no hallaba ni el suficiente reconocimiento como
artista ni la anhelada prosperidad económica, para conocer por fin su
legendario París.
El 21 de junio de 1890 Rubén
contrajo matrimonio con una mujer con la que compartía aficiones
literarias, Rafaela Contreras, pero sólo al año siguiente, el 12 de
enero, pudo completarse la ceremonia religiosa, interrumpida por una
asonada militar. Más tarde, con motivo de la celebración del cuarto
Centenario del Descubrimiento de América, vio cumplidos sus deseos de
conocer el Viejo Mundo al ser enviado como embajador a España.
El
poeta desembarcó en La Coruña el 1 de agosto de 1892 precedido de una
celebridad que le permitirá establecer inmediatas relaciones con las
principales figuras de la política y la literatura españolas, pero,
desdichadamente, su felicidad se ve ensombrecida por la súbita muerte de
su esposa, acaecida el 23 de enero de 1893, lo que no hace sino avivar
su tendencia, ya de siempre un tanto desaforada, a trasegar formidables
dosis de alcohol.
Precisamente en estado de
embriaguez fue poco después obligado a casarse con aquella angélica
muchacha que había sido objeto de su adoración adolescente, Rosario
Emelina Murillo, quien le hizo víctima de uno de los más truculentos
episodios de su vida. Al parecer, el hermano de Rosario, un hombre sin
escrúpulos, pergeñó el avieso plan, sabedor de que la muchacha estaba
embarazada. En complicidad con la joven, sorprendió a los amantes en
honesto comercio amoroso, esgrimió una pistola, amenazó con matar a
Rubén si no contraía inmediatamente matrimonio, saturó de whisky al
cuitado, hizo llamar a un cura y fiscalizó la ceremonia religiosa el
mismo día 8 de marzo de 1893.
Retrato de Rubén Darío a los 28 años
Naturalmente, el embaucado hubo de resignarse
ante los hechos, pero no consintió en convivir con el engaño: habría de
pasarse buena parte de su vida perseguido por su pérfida y abandonada
esposa. Lo cierto es que Rubén concertó mejor apaño en Madrid con una
mujer de baja condición, Francisca Sánchez, la criada analfabeta de la
casa del poeta Villaespesa, en la que encontró refugio y dulzura. Con
ella viajará a París al comenzar el siglo, tras haber ejercido de cónsul
de Colombia en Buenos Aires y haber residido allí desde 1893 a 1898,
así como tras haber adoptado Madrid como su segunda residencia desde que
llegara, ese último año, a la capital española enviado por el periódico
La Nación.
Se inicia entonces para él una etapa de
viajes entusiastas Italia, Inglaterra, Bélgica, Barcelona, Mallorca... y
es acaso entonces cuando escribe sus libros más valiosos: Cantos de vida y esperanza (1905), El canto errante (1907), El poema de otoño (1910), El oro de Mallorca
(1913). Pero debe viajar a Mallorca para restaurar su deteriorada
salud, que ni los solícitos cuidados de su buena Francisca logran sacar a
flote. Por otra parte, el muchacho que quería alcanzar una "buena
posición social", no obtuvo nunca más que el dinero y la respetabilidad
suficientes como para vivir con frugalidad y modestia, y de ello da fe
un elocuente episodio de 1908, relacionado con el extravagante escritor
español Alejandro Sawa, quien muchos años antes le había servido en
París de guía para conocer al perpetuamente ebrio Verlaine.
Sawa,
un pobre bohemio, viejo, ciego y enfermo, que había consagrado su
orgullosa vida a la literatura, le reclamó a Rubén la escasa suma de
cuatrocientas pesetas para ver por fin publicada la que hoy es
considerada su obra más valiosa, Iluminaciones en la sombra, pero
éste, al parecer, no estaba en disposición de facilitarle este dinero y
se hizo el desentendido, de modo que Sawa, en su correspondencia, acabó
por pasar de los ruegos a la justa indignación, reclamándole el pago de
servicios prestados. Según declara ahora, él habría sido el autor o negro, en argot editorial de algunos artículos remitidos en 1905 a La Nación
y firmados por Rubén Darío. En cualquier caso, será al fin el poeta
nicaragüense quien, a petición de la viuda de Alejandro Sawa, prologará
enternecido el extraño libro póstumo de ese "gran bohemio" que "hablaba
en libro" y "era gallardamente teatral", citando las propias palabras de
Rubén.
Y es que al final de su vida, el autor de Azul
no estaba en disposición de favorecer a sus amigos más que con su
pluma, cuyos frutos ni aun en muchos casos le alcanzaban para pagar sus
deudas, pero ganó, eso sí, el reconocimiento de la mayoría de los
escritores contemporáneos en lengua española y la obligada gratitud de
todos cuantos, después que él, han intentado escribir un alejandrino en
este idioma. En 1916, al poco de regresar a su Nicaragua natal, Rubén
Darío falleció, y la noticia llenó de tristeza a la comunidad
intelectual hispanoparlante.
La obra de Rubén Darío
Su
poesía, tan bella como culta, musical y sonora, influyó en centenares
de escritores de ambos lados del océano Atlántico. Darío fue uno de los
grandes renovadores del lenguaje poético en las Letras hispánicas. Los
elementos básicos de su poética los podemos encontrar en los prólogos a Prosas profanas, Cantos de vida y esperanza y El canto errante.
Entre ellos es fundamental la búsqueda de la belleza que Rubén
encuentra oculta en la realidad. Para Rubén, el poeta tiene la misión de
hacer accesible al resto de los hombres el lado inefable de la
realidad. Para descubrir este lado inefable, el poeta cuenta con la
metáfora y el símbolo como herramientas principales. Directamente
relacionado con esto está el rechazo de la estética realista y su
escapismo a escenarios fantásticos, alejados espacial y temporalmente de
su realidad.
Enteramente inquieto e insatisfecho,
codicioso de placer y de vida, angustiado ante el dolor y la idea de la
muerte, Darío pasa frecuentemente del derroche a la estrechez, del
optimismo frenético al pesimismo desesperado, entre drogas, mujeres y
alcohol, como si buscara en la vida la misma sensación de originalidad
que en la poesía o como si tratara de aturdirse en su gloria para no
examinar el fondo admonitor de su conciencia. Este "pagano por amor a la
vida y cristiano por temor de la muerte" es un gran lírico ingenuo que
adivina su trascendencia y quiere romper el cerco tradicional de España y
América: y lo más importante es que lo consigue. Es necesario romper la
monótona solemnidad literaria de España con los ecos del ímpetu
romántico de Victor Hugo, con las galas de los parnasianos, con el
"esprit" de Verlaine; los artículos de Los raros (1896), de temas preponderantemente franceses, nos hablan con claridad de esta trayectoria.
Pero
también América hispánica se está encerrando en un círculo tradicional,
con lo norteamericano por arriba y los cantos a Junín y a la
agricultura de la Zona Tórrida por todas partes; y allá van sus Prosas profanas, con unas primeras palabras de programa, en las que figuran composiciones tan singulares y brillantes como el Responso a Verlaine, Era un aire suave... y la Sonatina.
Ha triunfado el modernismo: había que reaccionar contra la ampulosidad
romántica y la estrechez realista; las inquietudes de Casal, de James
Freyre, de Asunción Silva, de Martí, de Díaz Mirón, de Salvador Rueda,
son recogidas y organizadas por el gran lírico, que, influido por el
parnasianismo y el simbolismo franceses, echa las bases de la nueva
escuela: el modernismo, punto de partida de toda la renovación lírica
española e hispanoamericana.
Pero él rechaza las
normas de la escuela y la mala costumbre de la imitación; dice que no
hay escuelas, sino poetas, y aconseja que no se imite a nadie, ni a él
mismo... Ritmo y plástica, música y fantasía son elementos esenciales de
la nueva corriente, más superficial y vistosa que profunda en un
principio, cuando aún no se había asentado el fermento revolucionario
del poeta. Pero pronto llega el asentamiento. El lírico "español de
América y americano de España", que había abierto a lo europeo y a lo
universal los cotos cerrados de la Madre Patria y de Hispanoamérica,
miró a su alma y su obra, y encontró la falta de solera hispánica: "yo
siempre fui, por alma y por cabeza, / español de conciencia, obra y
deseo"; y en la poesía primitiva y en la poesía clásica española
encontró la solera hispánica que necesitaba para escribir los versos de
la más lograda y trascendente de sus obras: Cantos de vida y esperanza
(1905), en la que corrige explícitamente la superficialidad anterior
("yo soy aquel que ayer no más decía..."), y en la que figuran
composiciones como Lo fatal, La marcha triunfal, Salutación del optimista, A Roosevelt y Letanía de Nuestro Señor don Quijote.
El
gran lírico nicaragüense abre las puertas literarias de España e
Hispanoamérica hacia lo exterior, como lo harán en seguida, en plano más
ideológico, los escritores españoles de la generación del 98. La
Fayette había simbolizado la presencia de Francia en la lucha
norteamericana por la independencia; las ideas de los enciclopedistas y
de la Revolución francesa habían estado presentes en la gesta de la
independencia hispanoamericana: ¿qué tiene de sorprendente que Rubén
Darío buscara en Francia los elementos que necesitaba para su
revolución? Quiso modernizar, renovar, flexibilizar la grandeza
hispánica con el "esprit", con la gracia francesa, frente al sentido
materialista y dominador del mundo anglosajón y, especialmente,
norteamericano.
Otras composiciones trascendentes figuran en otros libros suyos: El canto errante (1907), Poema del otoño y otros poemas (1910), en el que figuran Margarita, está linda la mar... y Los motivos del lobo, y el libro que contiene su composición más extensa, el Canto a la Argentina, que con otros poemas se publicó en 1914. La prosa suya, además de en Azul y en Los raros, podemos encontrarla en Peregrinaciones (1901), La caravana pasa (1902) y Tierras solares (1904), entre otros trabajos de menor interés concernientes a viajes, impresiones políticas, autobiográficas, etc.
Rubén
Darío es un genio lírico hispanoamericano de resonancia universal, que
maneja el idioma con elegancia y cuidado, lo renueva con vocablos
brillantes, en un juego de ensayos métricos audaces y primorosos, y se
atreve a realizar con él combinaciones fonéticas dignas de fray Luis de
León, como aquella del verso: "bajo el ala aleve de un leve abanico";
pero la aliteración es sólo un aspecto parcial de la musicalidad del
poeta, maestro moderno y universal del ritmo, la imagen y la armonía.
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