(Caracas, 1889
- id., 1954) Pintor venezolano considerado uno de los grandes maestros en la
historia de las artes plásticas del país. Realizó estudios en la Academia de
Bellas Artes de Caracas y, gracias a una beca, siguió estudios en España y tuvo
la oportunidad de visitar París. A lo largo de su vida abordó el tema
religioso, las naturalezas muertas, la figura, el paisaje, el autorretrato y el
desnudo femenino; estos dos últimos fueron los más recurrentes en su
producción. En 1921 se mudó a Macuto y construyó con sus propias manos El
Castillete, su morada hoy desaparecida. Se suelen distinguir en su carrera tres
grandes épocas: azul (marcada por la influencia de Nicolás Ferdinandov), blanca
(en la que exploró los efectos de la intensa luz del trópico) y sepia (ya a
finales de los 30). En sus cuadros experimentó con soportes y técnicas
inusuales, incorporando materiales como el musgo y el óxido de hierro; pero fue
sin duda la luz el elemento más explorado. Creó, además de sus pinturas,
objetos de la vida diaria, valorados actualmente como parte de su trabajo
artístico.
Hijo de un
matrimonio de desencuentros y conflictos, el padre, Julio Reverón, inestable y
déspota, desapareció al poco de su nacimiento. La madre, Dolores Travieso de
Reverón, confusa y seguramente sumisa, dejó enseguida al hijo en manos de una
pareja de amigos, los Rodríguez Zocca, que vivían en una hacienda en Valencia.
Sólo años más tarde, tras la muerte de su esposo, su madre haría permanente su
presencia en la vida del hijo.
En la hacienda
de los Rodríguez Zocca, en Valencia, Armando Reverón se crió en familia junto a
Josefina, la pequeña hija del matrimonio, que será su hermana apegada, con y
para quien construyó Armando algunos primeros juguetes y muñecas que serán
asociados con los que más tarde realizaría en El Castillete. En esos años,
rodeado de naturaleza y de evidentes distancias, se inició en la pintura con un
tío abuelo materno, Ricardo Montilla. También allí, a los doce años, Reverón
sufre un ataque de fiebre tifoidea que determinará en un futuro diagnóstico la
presencia psicótica.
A los catorce
años muere su padre y se muda con su madre a Caracas. En 1908 ingresa en la
Academia de Bellas Artes de Caracas, donde los maestros son Antonio Herrera
Toro, Emilio Mauri y Pedro Zerpa. Luego realiza un par de viajes a Europa:
primero a Barcelona, en 1911, para estudiar en la Escuela de Artes y Oficios;
después, en 1912, a Madrid, donde se forma en la Academia de San Fernando y en
el taller de un pintor acomodado y mediocre, Moreno Carbonero, y en el de un
buen maestro y guía, Muñoz Degrain. En ese mismo viaje pasa por París en 1914,
pero se sabe muy poco de su estancia. Aunque su estadía en Europa no se traduce
en un real avance en su formación plástica, determina un momento decisivo, como
aprecian algunos de sus biógrafos. Para José Balza, por ejemplo, ese
acontecimiento, más que la llegada y conocimiento de otros territorios,
representa la metáfora del viaje, del cambio permanente. Para otros, como
Mariano Picón Salas, significó el encuentro con Goya, su descubrimiento y su
filiación.
En 1915 vuelve
a Venezuela y participa en las sesiones del Círculo de Bellas Artes de Caracas,
fundado en 1912 por algunos de sus viejos compañeros, entre ellos Cabré y
Monsanto, que se rebelaron en contra de la enseñanza rancia que se impartía en
la academia y que tuvieron la necesidad de imprimir energía a los primeros años
de la atrasada y desestimulante dictadura de Gómez. Su principal aporte fue
sacar a los pintores del estudio y llevarlos al contacto directo con la
naturaleza, donde fueron atrapados por los colores y los árboles del trópico,
las montañas y los valles, y donde aprendieron a internarse, cual exploradores,
en la selva de un cromatismo propio, local. De todos estos pintores, Armando
Reverón fue y es el más extraño y el más personal. Estos años, de 1915 a 1920,
aún se presentan como un rito iniciático, como el impulso de un hombre que se
dirige hacia un lugar, o mejor, que se retira y decide encontrarse en esa
renuncia.
En 1917 recibe
un golpe que puede considerarse fundamental: la muerte de Josefina, su hermana
de juegos, su conexión natural y temporal con el mundo familiar infantil, lo
que lo lleva al extrañamiento. En ese momento ya están claramente definidos el
pintor y sus dotes, la fluidez de su pincelada. Ya la retina está sellada por
Goya y también por Velázquez y sus alucinantes y extrañas meninas, por la
vibración y el cromatismo impresionista. Ya en Venezuela se suman, a las
anteriores, las influencias europeas del rumano Samys Mützner o del
francovenezolano Emilio Boggio, ambos postimpresionistas, pero sobre todo del
ruso Nicolás Ferdinandov, ilustrador simbolista que le enseñó el aprecio por un
azul obsesivo, el de los fondos marinos, ese azul que cercano se batía contra
la arena de Punta de Mulatos, lugar que escogió Ferdinandov para vivir y que
conoció en largas excursiones por el litoral con su amigo Reverón.
Un nuevo
acontecimiento preparó el terreno para el alejamiento definitivo: Juanita Mota.
El agitado carnaval de La Guaira de 1918 presencia el encuentro de un dominó
que recibe con sorpresa a un misterioso torero, que es, por supuesto, Reverón.
El disfraz de dominó esconde a una pequeña de catorce años: Juanita. Una banda
suena. Puede que bailen. Hablan y él le ofrece pintarla. Y en una narración
oscura y carnavalesca se entrelazan, quién sabe si por azar, quién si por
necesidad, los dos personajes que se acompañarán para siempre y que habitarán
juntos un arcádico y fortificado espacio de vida: El Castillete.
En Macuto,
cerca de Las Quince Letras, levantó Reverón su casa en 1921, en un terreno que
compró Dolores Travieso (toda esa zona y buena parte del kilometraje que bordea
el litoral central fue tragado por montaña y mar, con sus habitantes, a
mediados del diciembre de 1999). Allí, junto a Juanita, pasaría el resto de sus
días, dedicado a pintar cuadros y a construir objetos cotidianos o artísticos,
como su serie de muñecas. Hacia el final de su vida, una serie crisis nerviosas
lo obligaron a ser ingresado en distintas ocasiones y a abandonar su trabajo pictórico.
El alejamiento definitivo fue en octubre de 1953 en el sanatorio de San Jorge,
con José Báez Finol como médico psiquiatra de cabecera. Ese mismo año obtuvo el
Premio Nacional de Pintura en el Salón Oficial. Falleció un año después, el 18
de septiembre de 1954.
Para describir
las que serían las etapas pictóricas de Reverón se puede echar mano al estudio
de Alfredo Boulton, que se ha tomado como canónico, donde están diferenciadas
las etapas de Reverón por la dominante cromática. Así, tendríamos el período
azul, desde su regreso de España hasta 1924; el período blanco, que se extiende
por diez años hasta 1936; y, por último, el período sepia. El fuerte dominante
azul de los primeros años responde por un lado al encuentro con lo marino y con
el mundo de Ferdinandov, y es también heredado del tenebrismo de Zuloaga (al
que conoció en su taller de Segovia) y de algunos pintores catalanes.
De esta
herencia se destacan el Retrato de Enrique Planchart y El Calvario. Ya en La
Cueva (1920) aparece un Reverón más propio, un azul más interno, más cerca de
lo que sería su lenguaje, que se sintetiza hasta encontrarse en sí mismo. Allí,
en La Cueva, Pérez Oramas lee no sólo a Goya, sino al Giorgione de La tempestad
y a una tradición occidental. Y en un gesto profundamente moderno, frente a la
ruina de la tradición, Reverón hace de la obra la aparición de lo inalcanzable,
como su luz, que se desvanece en un brumoso azul y deja ver el lienzo,
mostrando los cuerpos en disolución: "Así están hechas muchas obras de
Reverón: con golpes de pincel, con brochazos, veladuras, raspaduras y empastes,
casi siempre directos e instintivos, que traducen cerros, nubes, espumas,
carnes y todo cuanto había en el universo visual que él contemplaba",
observaría atinadamente Miguel Arroyo en El puro mirar de Reverón.
Toda la obra
de Reverón debe ser leída como un camino, desandado, de lo representable, que
se dirige hacia su pureza, hacia el despojo de cualquier exceso, en una
continua transmutación. Pasamos por el Retrato de Casilda, la Figura bajo un
uvero, el retrato Juanita (1920-1922) y notamos que el azul se diluye en una
ráfaga que ya apunta a esa luz apasionada que cae a toques de sus brochazos,
que se hace golpe y tela. La trinitaria (1922) está a punto de ser tragada por
la sombra-luz, y los Uveros azules (1922) recuerdan el efecto de arena en los
ojos que nos acerca al extrañamiento. En el polvo levantado de muchedumbre en
Fiesta en Caraballeda (1924), en el batir de los Cocoteros en la Playa (1926),
en la desaparición tras la tela porosa que como la arena borra las huellas que
se dejan en Rancho en Macuto (1927), en El Playón (1929) y en la ironía
bailarina de carnaval translúcido de Cocoteros (1931), se observan las mismas
constantes: los árboles, rostros, cuerpos y paisajes van difuminándose, y toda
presencia referencial parece dormir en el poético espacio de la atenuación y el
desvanecimiento
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