"ABYA YALA: TIERRA EN PLENA MADUREZ"

lunes, 24 de septiembre de 2012

El Pensamiento Discreto. Carlo Frabetti.

El pasado 22 de marzo asistí, en el Ateneo de Madrid, a un interesante --y esperanzador-- acto sobre el proceso de paz en el País Vasco, organizado conjuntamente por la Red por las Libertades y el Diálogo y por la Sección de Derechos Civiles del Ateneo, en el que tres ponentes poco sospechosos de extremismo (Carlos Jiménez Villarejo, ex fiscal anticorrupción, Carmen Lamarca, profesora de Derecho Penal de la Universidad Carlos III, y Paúl Ríos, coordinador de Lokarri, con Jaime Pastor como moderador) abordaron el tema desde el punto de vista jurídico. Los ponentes no eludieron las cuestiones más conflictivas: el terrorismo de Estado, la tortura, el régimen FIES en los centros penitenciarios, la anticonstitucional dispersión de los presos políticos, la aberración jurídica que supone la Ley de Partidos o la intolerable condena impuesta a Iñaki de Juana por sus artículos en Gara... Y el subsiguiente coloquio no fue menos interesante, a pesar de (o precisamente por) su paradójica conclusión.
La última intervención del público corrió a cargo de Román, un viejo militante que, con ejemplar perseverancia, nunca deja de participar activamente en las movidas políticas madrileñas. Y al igual que aquel niño que se atrevió a decir que el emperador estaba desnudo, Román tuvo el valor y la pertinencia de proclamar lo obvio: que esto no es una democracia “ni por el forro”. La cosa podía haber terminado ahí, pero, sorprendentemente, Jiménez Villarejo, que acababa de demostrar con los más contundentes argumentos jurídicos que nuestro supuesto Estado de derecho es una burda falacia, manifestó su desacuerdo con Román y dijo que, aunque imperfecta, tenemos la suerte de vivir en una democracia, alegando como único argumento que ahora estamos mejor que con Franco (de donde se desprendería que con Franco también había democracia, puesto que Hitler era peor que él).
No tuve tiempo ni ganas de preguntarle a Jiménez Villarejo (cuya ponencia, por otra parte, me pareció excelente) cómo se las arreglaba para hacer compatible la democracia con el terrorismo de Estado, la tortura, la brutalidad policial, la manipulación legislativa, la anticonstitucional política penitenciaria y otras “imperfecciones” que él mismo acababa de denunciar. Pero, por una curiosa coincidencia (o tal vez no), la respuesta estaba esperándome en mi ordenador, en un correo de mi viejo amigo Antonio Resines (el de verdad, no el actor) en el que, con su habitual perspicacia, me proponía algunas interesantes reflexiones sobre el pensamiento incompleto, entendiendo por tal el que no desarrolla plenamente los razonamientos para no alcanzar sus inevitables conclusiones, el que no va más allá de un determinado punto porque el consenso social lo prohíbe o al menos lo desincentiva.
¿Qué pensaríamos de alguien que aceptara las dos premisas de un silogismo y negara su conclusión? Alguien que dijera, por ejemplo: “Todos los hombres son mortales; Sócrates es un hombre; pero Sócrates no es
Carlo Frabetti es italiano (Bolonia, 1945), pero vive en España y escribe habitualmente en castellano.
Escritor y matemático, miembro de la Academia de Ciencias de Nueva York, ha publicado más de cuarenta libros, muchos de ellos para niños y jóvenes, como La magia más poderosa (Alfaguara, 1994), El ángel terrible (Alfaguara, 2000), Malditas matemáticas (Alfaguara, 2000), El vampiro vegetariano (SM, 2001), La casa infinita (Salvat, 2002), El libro de Guillermo (Edelvives, 2002), La biblioteca de Guillermo (Edelvives, 2004)... En 1998 ganó el Premio Jaén de Literatura Infantil y Juvenil con El gran juego (Alfagura, 1998).
Ha creado, escrito y/o dirigido numerosos programas de televisión, como La Bola de Cristal, El Duende del Globo, Ni a Tontas ni a Locas y Tendencias, y ha estrenado varias obras de teatro. Ha creado y dirige las colecciones de divulgación científica para niños y jóvenes "El Juego de la Ciencia" y "La Aventura de la Ciencia" (Ediciones Oniro).

Entre sus libros para adultos destacan La reflexión y el mito (El Bardo, 1990), El tablero mágico (Gedisa, 1995), Los jardines cifrados (Lengua de Trapo, 1998), El libro del genio matemático (Martínez Roca, 1999), La ciudad rosa y roja (Lengua de Trapo, 1999), El Libro Lnfierno (Alfaguara, 2002), Contra el Imperio (Minor, 2002/2004, versión en libro de su web www.nodo50.org/contraelimperio), La amistad desnuda (Lengua de Trapo, 2004). Tanto sus obras para adultos como las infantiles han sido traducidas a numerosos idiomas.
Es presidente de la Asociación Contra la Tortura y miembro fundador de la Alianza de Intelectuales Antiimperialistas.
frabetti@ctv.es
mortal”. Pensaríamos, con toda razón, que, una de tres: o está loco, o es un discapacitado mental, o nos está tomando el pelo. Pues bien, conozco a muchas personas que suscribirían la siguiente premisa mayor: “Para matar osos por diversión hay que ser un canalla o un imbécil”, y, sin embargo, muy pocas de ellas admitirían la inevitable conclusión del silogismo si en la premisa menor figurara, pongamos por caso, un Borbón. Tanto es así que, no hace mucho, Arnaldo Otegi fue condenado a un año de cárcel por proclamar en voz alta la conclusión lógica de una cadena silogística irrefutable: el rey es el jefe supremo de las Fuerzas Armadas; la Guardia Civil forma parte de las Fuerzas Armadas; hay guardias civiles que torturan; ergo el rey es el jefe de dichos torturadores. Pero el rey es intocable (no en vano lo impuso Franco), y si Aristóteles nos lleva hasta él, habrá que prescindir de Aristóteles, al menos por un rato.
Por increíble que parezca, este tipo de aberraciones intelectuales están a la orden del día, y si bien en el caso de los políticos de oficio está claro que se trata de una perversión consciente y deliberada, cuesta creer que todos los que incurren en la grosería del pensamiento incompleto sean locos, farsantes o descerebrados. La explicación de este preocupante fenómeno hay que buscarla, al menos en parte, en la imagen fragmentada, discontinua --discreta, en el sentido físico-matemático del término-- que de la realidad nos ofrecen los actuales medios de comunicación y el propio discurso dominante que vehiculan. El videoclip y el spot publicitario son los paradigmas de la comunicación moderna (o posmoderna), comprimida y sincopada, veloz y efímera. La información se recibe por ráfagas dispersas e inconexas; los eslóganes y las consignas sustituyen a la reflexión ética y política... En consecuencia, el pensamiento mismo tiende a fragmentarse, a perder unidad y coherencia, y la presión social (cuando no el terrorismo de Estado) hace el resto: los dos sentidos del término “discreción” (discontinuidad y prudencia) confluyen y se refuerzan mutuamente, actúan de forma sinérgica como inhibidores de la razón.
Los sofistas de ayer tenían que tomarse el trabajo de construir elaborados razonamientos falsos que pudieran pasar por verdaderos; los de hoy lo tienen más fácil: basta con fragmentar los razonamientos verdaderos para construir una gran mentira a base de medias verdades.

El pensamiento discreto. El pensamiento múltiple
Carlo Frabetti

Llamar “pensamiento único” al discurso impuesto por el poder (es decir, a la ideología dominante) resulta, más que equívoco, contradictorio, y el hecho de que esta denominación se haya vuelto de uso común es un motivo más para ponerla en cuestión.
En puridad, la expresión “pensamiento único” es un pleonasmo: el pensamiento, literalmente entendido como la potencia y el acto de pensar, como la herramienta y la tarea cognoscitiva de los seres racionales, es básicamente único. Por eso, cuando su objeto está bien definido y claramente delimitado, el resultado del pensamiento también es único: solo hay una física, plenamente aceptada por todos los científicos del mundo, por más que los especialistas puedan discutir sobre determinadas cuestiones cosmológicas aún por dilucidar o sobre las implicaciones filosóficas de la mecánica cuántica; y aunque se suele hablar de distintas geometrías en apariencia incompatibles (la euclidiana y las no euclidianas), no son más que ramas divergentes (pero de ningún modo contradictorias, sino complementarias) de un mismo tronco matemático.
En terrenos más imprecisos (por ser menos accesibles a la experimentación directa y sistemática) que las disciplinas científicas propiamente dichas, es lógico y deseable que haya distintas escuelas y teorías; pero la
forma correcta de razonar sigue siendo una y la misma para todos. Y lo que en la actualidad intenta hacer el poder (con la ayuda de posmodernos, “nuevos filósofos” y relativistas de toda índole) es precisamente romper la unidad (en el doble sentido de unión y unicidad) del pensamiento, imponer un pensamiento múltiple y disperso como un enjambre de insectos, “perverso y polimorfo” como la sexualidad infantil; un pensamiento “débil” en tanto que fragmentario, puesto que en todas las luchas –y la de la razón contra la barbarie es la madre de todas las batallas-- la fuerza deriva de la unión.
La verdad es revolucionaria, y como los medios de comunicación alternativos hacen cada vez más difícil la ocultación sistemática (sistémica) de la verdad, el poder, sin renunciar por completo a la oscuridad y el silencio, está optando, cada vez más, por la estrategia complementaria: la del deslumbramiento y el ruido. Si no puedes ocultar la verdad, fragméntala y revuelve sus trozos en el molino-caleidoscopio mediático, e interpreta cada fragmento de una manera, de muchas maneras distintas e incluso contradictorias (con lo que, además, darás una imagen de tolerancia y pluralismo). Porque la verdad solo es revolucionaria cuando es toda la verdad y nada más que la verdad; cuando el poder la trocea y la adereza para su consumo masivo, el alimento se convierte en basura, como cuando una vaca lechera se convierte en hamburguesas.
No se le puede negar al relativismo cultural el mérito de haber impugnado el eurocentrismo que durante siglos ha dominado la cultura occidental. Y las críticas posmodernas al marxismo como supuesto discurso totalizador eran (y siguen siendo) necesarias, y lo único que podemos lamentar es que hayan sido otros, y no los propios marxistas, quienes airearan la cuestión. Pero los relativistas y los posmodernos, en su desmedido (y a menudo tendencioso) afán de renovación y limpieza, han tirado al bebé junto con el agua de la bañera; tras lavarle la cara a nuestro mejor –nuestro único-- proyecto de futuro, lo han defenestrado (solo simbólicamente, por suerte) y han proclamado el fin de la Historia. Que no es otra cosa que el fin del pensamiento como fuerza unificada y unificadora (única, en última instancia, pues hay una sola razón, igual que solo hay una raza, la raza humana, por más que algunos intenten utilizar la diversidad epidérmica y cultural para dividirnos).
Mediante una perversa metonimia (el poder es un poeta malo, en ambos sentidos del adjetivo), el discurso dominante confunde (quiere hacernos confundir) la deseable multiplicidad de ideas con un aberrante pensamiento múltiple para el que todo vale y nada tiene valor (para el que incluso la física y las matemáticas --por increíble que parezca, hay relativistas que lo sostienen-- serían creaciones contingentes, arbitrarias convenciones de una determinada cultura).
La vieja máxima “Divide y vencerás” no solo es aplicable a los ejércitos u otros grupos humanos, sino también a las ideas y los valores, a los sistemas éticos y conceptuales. Fragmenta la realidad, fragmenta el pensamiento mismo, y con sus trozos podrás hacer lo que quieras: esa es la nueva consigna del poder. Y para esa tarea de deconstrucción del mundo y de la mente, el poder cuenta con el apoyo incondicional de legiones de “intelectuales” y “comunicadores” que no solo han encontrado en el pensamiento múltiple una confortable forma de vida, sino también un lenitivo para su mala conciencia y una coartada para su cobardía.
En vez de contribuir con su cacareo a la algarabía del circo mediático-cultural, quienes no tienen el valor de luchar deberían tener al menos, como decía José Martí, la decencia de callarse.

El pensamiento discreto. El pensamiento onírico
Carlo Frabetti

El discreto encanto (el encantamiento discontinuo) de la religión estriba, en buena medida, en su habilidad para inculcar la incoherencia propia de los sueños en las conciencias supuestamente despiertas (de ahí los rituales adormecedores tan frecuentes en todas las religiones: salmodias, melopeas, cánticos monocordes, rezos repetitivos, etc.).
Aunque hoy podamos considerar apresurada su conclusión de que los sueños son realizaciones disfrazadas de deseos reprimidos, algunas de las observaciones de Freud sobre la actividad onírica y su relación con las pulsiones resultaron esclarecedoras, y nociones como la de “fusión de contrarios” parecen especialmente adecuadas para explicar ciertos aspectos de la mentalidad religiosa. Pues la religión no solo toma de los sueños la idea de una vida incorpórea en otro nivel de realidad, sino también su discurso irracional.
En los sueños todo es posible, y en sus dominios las cosas más incompatibles pueden coexistir e incluso llegar a confundirse. En el maleable universo onírico, puedo volar, pasar a través de las paredes, estar simultáneamente en varios lugares o participar en una acción mientras la veo desde fuera, y mi padre puede estar vivo y muerto a la vez o ser al mismo tiempo joven y viejo. Todas las noches pasamos varias horas en el mundo de los sueños, y no es de extrañar que seamos tan sensibles a su discurso “superrealista”. Un discurso que, convenientemente adaptado al mundo de la vigilia, puede convertirse en un eficaz instrumento de dominación. Y eso es precisamente lo que hace la religión, que, a cambio de la incondicional sumisión a sus preceptos, nos promete una vida incorpórea y libre de las ataduras materiales, un dulce “sueño eterno” más allá de la muerte (a la vez que amenaza a los insumisos con una eterna pesadilla). Y una vez aceptado el discurso onírico de la religión, para la mente reblandecida, retrotraída a su nocturno estado de laxitud, nada es inaceptable. Así, un Dios supuestamente justo y misericordioso puede infligir un castigo infinito a un ser de responsabilidad limitada como es el hombre. Y aunque ese Dios sea omnisciente y sepa de antemano todo lo que vamos a hacer, somos libres y plenamente responsables de nuestros actos.
Creer en el infierno, o pensar que la predestinación es compatible con el libre albedrío, no es menos demencial que aceptar un silogismo tan absurdo como: “Todos los números pares son divisibles por dos; ocho es un número par; ocho no es divisible por dos”. ¿Hay que concluir, pues, que los miles de millones de creyentes que hay en el mundo están locos? En tanto que creyentes, sí. Lo que ocurre es que, afortunadamente, hay muy pocos creyentes auténticos (y hay muchos herejes que ni siquiera saben que lo son): la inmensa mayoría son “hombres de poca fe”, como nos recuerdan las propias Escrituras. El pensamiento onírico que subyace a la devoción es un claro ejemplo de “pensamiento discreto”, discontinuo, que sucumbe de forma intermitente al discontinuo encantamiento de la religión (que alterna las proposiciones más razonables con los conjuros más disparatados).
Es probable que solo algunos místicos y visionarios se abandonen de forma permanente a la “sublime locura” del delirio religioso, del mismo modo que solo algunos dementes creen de verdad en la astrología o en la cartomancia. Igual que los tartamudos consiguen hablar a trompicones, la mayoría de los creyentes (de cualquier dogma, no solo de los propiamente religiosos) logran pensar a ratos, pero les cuesta articular un discurso coherente a partir de sus dispersos momentos de lucidez: son “tartatontos”, pensadores discretos, fáciles presas de cualquier ideología, de cualquier ilusión.
A primera vista, puede parecer extraño que el discurso de la religión sea tan palmariamente contradictorio; pero a poco que pensemos en ello nos daremos cuenta de que no podría ser de otra manera. Dios tiene que poseer todas las cualidades imaginables en grado sumo, y por lo tanto ha de ser omnisciente y omnipotente. Pero, a la vez, el hombre ha de ser libre y responsable de sus actos, pues de lo contrario no se le podría premiar ni castigar por ellos. Y si el castigo infligido a los “malos” no fuera eterno, al estar situado en otro plano de realidad y sub specie aeternitatis, su poder disuasorio sería insignificante. Si solo hubiera purgatorio, y no infierno, ¿a quién le detendría la idea de un vago castigo transitorio en el más allá si luego le sucedería una felicidad sin fin? Por otra parte, solo una pena eterna para los “malos” puede saciar la inconfesable (pero fomentada por la propia religión) sed de venganza de los “buenos”, que sufrirían un agravio comparativo si al final todos, justos y pecadores, acabaran juntos en el paraíso. Por eso la misma religión que predica el amor y el perdón amenaza a los pecadores con un castigo infinito y les promete a los justos una infinita venganza. Por eso hay un dogma que dice que Dios sabe de antemano todo lo que vas a hacer y otro que afirma que eres libre de hacerlo o no. Por eso Dios es a la vez infinitamente bueno e infinitamente cruel. Y como solo en los sueños es posible tal fusión de contrarios, la religión tiene que convertirse en un estupefaciente masivo capaz de adormecer la razón de millones de personas. El opio de los pueblos.

El pensamiento discreto. El pensamiento circular
Carlo Frabetti

Un viejo chascarrillo italiano con el que se suele entretener a los niños dice así:
Un arriero se detiene a comer en una posada y toma pan, vino y tocino. A la hora de pagar, el posadero le pide una lira por el pan, una lira por el vino y una lira por el tocino. El arriero pone un par de monedas sobre la mesa y se dispone a marcharse. “Aquí solo hay dos liras”, dice el posadero. “Pues claro: una lira por el pan y otra por el vino”, replica el arriero. “¿Y el tocino?”, pregunta el posadero. “Pues eso: una lira por el tocino y otra por el pan”, responde el arriero. “¿Y el vino?”. “Pues eso: una lira por el vino y otra por el tocino”. “¿Y el pan?”. “Pues eso: una lira por el pan y otra por el vino”. Y así sucesiva e indefinidamente.
El pensamiento, en tanto que verbal, es una línea que se desarrolla en el tiempo, como el propio lenguaje, como la música; es un camino que recorremos –que hacemos-- paso a paso. En cada momento estamos en un tramo del camino, no lo abarcamos todo a la vez. Si el recorrido es tan corto y tan sencillo como el del chascarrillo del arriero, solo alguien muy obtuso sería incapaz de verlo en su totalidad; pero cuando el camino silogístico es largo y enrevesado es fácil despistarse, e incluso no darse cuenta de que la línea argumental se ha cerrado sobre sí misma y estamos andando en círculos. Imaginemos un diálogo un poco más complejo entre el arriero y el posadero: “¿Tres liras por un mendrugo de pan, un vaso de vino aguado y un trozo de tocino rancio? Esto es un robo”, protesta el arriero. “Nadie te obliga a comer aquí, este es un país libre. ¿Por qué no has ido a otra posada?”, pregunta el posadero. “Porque en este pueblo solo hay dos posadas, y en la otra la comida es aún peor y más cara que en esta”, responde el arriero. “Entonces no te quejes”, dice el posadero. “¿Cómo no me voy a quejar si pretendes cobrarme un precio abusivo por un asco de comida?”, replica el arriero. “Nadie te obliga a comer aquí, este es un país libre”, repite el posadero...
Este segundo diálogo suena algo menos pueril que el primero (aunque es igualmente banal), y, de hecho, sin más que sustituir las posadas y los menús por los partidos mayoritarios y sus respectivos programas electorales, podría ser una conversación política al uso. Esto es una democracia porque podemos elegir a
nuestros gobernantes, y aunque solo haya dos opciones reales y ambas sean malas (o una mala y la otra malísima), podemos elegir y por lo tanto esto es una democracia...
Los más claros ejemplos de este tipo de pensamiento circular los encontramos, como no podía ser de otra manera, en la religión. La fe es una “virtud teologal”, un don que Dios concede a quienes lo merecen. ¿Y por qué lo merecen? Porque se humillan ante Dios. Para lo cual hay que tener fe... El Papa es infalible. ¿Por qué? Porque la infalibilidad pontificia es un dogma de fe promulgado por el Papa...
En última instancia, un pensamiento circular, por largo y enrevesado que sea, equivale a una tautología: la repetición (cíclica) de una misma idea expresada de dos formas ligeramente distintas y procurando que una de las formas parezca la justificación de la otra (es decir, de sí misma). Dicho de otro modo, una tautología (y por extensión cualquier seudorrazonamiento circular) es una aseveración burdamente disfrazada de demostración.
Los políticos no paran de decirnos que su programa es el mejor porque nos traerá más bienestar. ¿Y por qué nos traerá más bienestar? Porque es el mejor programa político. La publicidad no para de decirnos que para ser felices tenemos que comprar un automóvil potente. ¿Por qué? Porque la felicidad pasa por tener un automóvil potente, como se desprende de los anuncios de automóviles. Fulanita sale en la tele porque es famosa. ¿Y por qué es famosa? Porque sale en la tele...
Huelga señalar que la verdadera cuestión de fondo, la pregunta que hemos de formularnos ante la amplísima difusión del pensamiento circular, es: ¿cómo se explica que millones de personas caigan una y otra vez en una trampa tan burda? Y nada más adecuado que buscar la explicación de tamaña absurdidad en el teatro del absurdo: como dice Ionesco en La cantante calva, “Se coge un círculo, se lo acaricia y se convierte en un círculo vicioso”. Haz que tu vida discurra suavemente en círculos, refúgiate en la repetición sistemática (sistémica) de una rutina tranquilizadora, y tu pensamiento se viciará cuanto sea necesario para adaptarse a esa existencia cíclica, cerrada sobre sí misma. Consigue que la vida política y económica de un país dé vueltas y vueltas sin ir a ninguna parte, sin perspectiva ni voluntad de futuro, pero con engañosa fluidez, con acariciadora seguridad aparente, y habrás puesto en marcha la rueda inmóvil del pensamiento circular, habrás impuesto una ideología.

El pensamiento discreto. El pensamiento insignificante
Carlo Frabetti

Quienes ingenuamente creyeron –o tendenciosamente fingieron creer-- que entre Darwin, Marx y Freud lo habían explicado todo, se merecían el vapuleo antidogmático de los mal llamados “postmodernos” (puesto que de “post” tienen muy poco: “tardomodernos” sería más adecuado, o “neodecadentes”). Pero, en su desmedido afán relativizador, los supuestos cazadores de dogmas acabaron mordiéndose la cola y, en última instancia, autodevorándose, como la consabida sentencia “Todas las reglas tienen excepciones” (puesto que dicha afirmación es, obviamente, una regla, también tendrá excepciones y habrá, pues, reglas sin excepciones; por lo tanto, si la afirmación es cierta, entonces es falsa). Si todo es relativo, también lo es el relativismo, luego no todo es relativo...
Una de las más conocidas manifestaciones (o formulaciones) de la Weltanschauung tardomoderna es el “pensamiento débil” propugnado por el filósofo italiano Gianni Vattimo. La fórmula es atractiva y despierta inmediatamente nuestras simpatías, nuestra tendencia a ponernos al lado del débil frente al fuerte, al que, mediante una metonimia casi automática, identificamos con la prepotencia y la agresión. Pero no hay que
confundir la fuerza, que es la capacidad para mover o modificar algo, con el abuso de dicha capacidad. De hecho, el pensamiento más “fuerte” en sentido literal (es decir, el más operativo) del que disponemos es el pensamiento científico, que es a la vez el menos impositivo, el menos dogmático; la ciencia no pretende enunciar verdades absolutas y definitivas, sino solo conclusiones provisionales; nos propone modelos parciales continuamente sometidos a revisión, y en ello reside su enorme fuerza transformadora. Nada que ver con las teorías sociopolíticas o psicológicas que pretenden explicarlo todo a partir de unos cuantos principios generales o en función de una fórmula lapidaria (como “la economía es el motor de la Historia” o “la conducta humana está dominada por la libido”), teorías que los tardomodernos y los relativistas culturales han criticado con sobrada razón.
Con razón pero, en general, sin medida ni autocrítica, cayendo a menudo en el error contrario: como no es posible explicarlo todo, no se puede explicar nada; como el pensamiento no es omnipotente, es impotente; como durante mucho tiempo nos han impuesto formas de pensar rígidas y coercitivas, no hay que aceptar ninguna disciplina mental. La consigna implícita (y a veces explícita: Vattimo lo ha expresado en alguna ocasión con estas mismas palabras) del intelectual tardomoderno es: “Quiero poder pensar una cosa y su contraria”. Y la fórmula, una vez más, es atractiva, sugiere una envidiable situación de libertad mental absoluta. Pero es la misma libertad vacía --la libertad del vacío-- que reclama la paloma de Kant al quejarse de que el aire frena su vuelo.
Porque, en última instancia, ¿qué significa “pensar una cosa y su contraria”? Si nos referimos a contemplar todas las posibilidades y a emparejar cada tesis con su antítesis, no hemos inventado nada nuevo: es la vieja dialéctica de Hegel, directamente inspirada en el método científico y adoptada por Marx y Engels (de hecho, algunos tardomodernos en realidad son marxistas vergonzantes que en vano intentan matar al padre, cuando lo que hay que hacer es tragárselo vivo). Y si por “pensar una cosa y su contraria” entendemos pensar a la vez que dos más dos son cuatro y que dos más dos no son cuatro, entonces no estamos diciendo nada, la frase carece de sentido (es un “contrasentido”, una mera contradicción in términis); es una fórmula literalmente “insignificante”, puesto que no tiene ningún significado operativo, o tan siquiera propositivo.
No es casual la relación de amor-odio (o fascinación-rechazo) que a menudo mantienen los pensadores tardomodernos con la ciencia, cuya potencia parecen envidiar a la vez que repudian su rigor. Esta relación contradictoria no es más que un reflejo de las propias contradicciones internas del tardomodernismo, y a veces se manifiesta como apropiación indebida de la terminología y los modelos científicos (las burdas divagaciones topológicas de Lacan o la hueca retórica cientifista de Baudrillard son claros ejemplos de ello, por no hablar de la pedante y necia utilización de adjetivos como “entrópico”, “estocástico” o “gödeliano”, tan frecuente entre los intelectuales europeos de las últimas décadas).
Al igual que los surrealistas (también ellos hijos pródigos de Marx y de Freud), los tardomodernos pretenden librarse de todas las ataduras, de todas las reglas; pero, al contrario que los surrealistas, no quieren admitir que eso solo es posible en el inaprensible mundo de los sueños, en un paraíso trivial y regresivo en el que el pensamiento confunde la independencia con la incontinencia y, para poder creerse libre de decirlo todo, acaba por no decir nada.

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