Jorge Larraín

Abrazamos con entusiasmo la
modernidad ilustrada al independizarnos de España, pero más en su horizonte
formal, cultural y discursivo, que en la práctica institucional política y
económica, donde por mucho tiempo se mantuvieron estructuras tradicionales y/o
excluyentes. Cuando por fin la modernidad política y económica empezó a
implementarse en la práctica durante el siglo XX, surgieron sin embargo las
dudas culturales acerca de si realmente podíamos modernizarnos adecuadamente, o
de si era acertado que nos modernizáramos siguiendo los patrones europeos y
norteamericanos. Se ampliaron los procesos modernizadores en la práctica pero
surgió la pregunta inquietante acerca de si podíamos llevarlos a cabo en forma
auténtica. De este modo podría decirse que nacimos en la época moderna sin que
nos dejaran ser modernos; cuando pudimos serlo lo fuimos sólo en el discurso
programático y cuando empezamos a serlo en la realidad nos surgió la duda de si
esto atentaba contra nuestra identidad.
Desde principios del siglo XIX la
modernidad se ha presentado en América latina como una opción alternativa a la
identidad tanto por aquellos que sospechan de la modernidad ilustrada como por
aquellos que la quieren a toda costa. El positivismo decimonónico, por ejemplo,
quería el "orden y progreso" que la Ilustración podía darnos, y por
eso se oponía fuertemente a la identidad cultural indo-ibérica prevaleciente.
Su afán modernizador llegaba hasta el extremo de desconfiar de los propios
elementos raciales constitutivos indígenas y negros porque supuestamente no
tenían aptitudes para la civilización(2). Sarmiento, por ejemplo,
explícitamente argumentaba que la verdadera lucha en América latina era una lucha
entre civilización y barbarie. La primera estaba representada por Europa y los
Estados Unidos; la segunda, resultaba de la inferioridad racial. Prado mantenía
que el principal obstáculo para el progreso en América latina provenía del
factor social primario: la raza. Gil Fortoul, a su vez, argüía de manera
similar que algunas razas, como la europea, tenían mejores aptitudes que otras
para la civilización. No debe sorprender entonces que algunas de las políticas
que propugnaban para modernizar a América latina consistían en mejorar su raza
mediante la inmigración de europeos blancos.
Las teorías optimistas de la
modernización de los años 50 definen a América latina en transición a una
modernidad cuyo modelo o paradigma es sacado de las sociedades europeas y
norteamericana. El proceso de modernización se concibe como una necesidad
histórica que repite el camino recorrido por las sociedades avanzadas y, aunque
existen obstáculos proveniente de una cultura tradicional, a la larga es
prácticamente inevitable. En muchas de las posiciones neoliberales
contemporáneas en Latinoamérica está implícita la idea de que la aplicación de
políticas económicas apropiadas es la condición suficiente de un desarrollo
acelerado que inevitablemente nos llevará a una modernidad similar a la
norteamericana o europea. De un modo similar, Claudio Véliz exalta hoy día la
modernidad de tipo anglosajón que está llegando a América latina en la medida
que nuestra supuesta identidad barroca, bombardeada por artefactos de consumo,
ha empezado a desaparecer en los noventa(3).
Pero también aquellos que se
oponen a la modernidad ilustrada en el siglo XX lo hacen en función de nuestra
supuesta identidad de sustrato religioso, indígena o hispánico(4). Para los
indigenistas la modernidad ha atentado contra nuestra verdadera identidad que
se sitúa en las tradiciones indígenas olvidadas y oprimidas por siglos de
explotación desde la conquista. Para los hispanistas nuestra identidad está en
los valores cristiano-españoles que han sido olvidados por los procesos
modernizadores desde la independencia. Tanto el uno como el otro proponen
volver al pasado para encontrar en la matriz cultural indígena o española la
esencia perdida de nuestro ser. En época más reciente Morandé, critica los
intentos modernizadores en América latina porque niegan nuestra verdadera
identidad. La modernización, tal como ha ocurrido en América latina, sería
antitética con nuestro ser más profundo en la medida que ha buscado su último
sostén en el modelo ilustrado racional europeos(5). La elite intelectual y
dirigente de América latina ha sido incapaz de reconocer sus raíces culturales
más profundas de sustrato católico y por eso ha conducido a sus países a
experimentos modernizantes que, al oponerse a nuestra verdadera identidad, sólo
podían fracasar.