Durante aquella iracunda primavera europea, en
los primeros días del mes de mayo de 1968 1, en el campus de la Universidad de
Nanterre, en las afueras de París, a orillas del Sena, una muchacha de 17 años
-aretes dorados, dulce mirada y cortísima minifalda-, afirmaba:
...la escuela es un lugar en el cual debo pellizcarme
continuamente para no dormirme. En cambio, en el café, con mis compañeros hablamos siempre de otras
cosas: la guerra de Vietnam, la discriminación a los extranjeros (latinos,
africanos y asiáticos), la marihuana y nuestra vida sexual.
Así, con frases contestatarias como éstas, un
tanto ingenuas, comenzaba la rebelión estudiantil que sería conocida como el
“mayo francés” o “la revolución de París-Mayo”, una protesta masiva de los
universitarios franceses, la cual se extendería por todo el país, hasta
convertirse en un hecho político antidegaullista, antigobierno, de alcances
revolucionarios, que muy pronto incendiaría a toda Europa, Estados Unidos y
América Latina, en un huracán sociopolítico sin precedentes en la historia de
la cultura occidental.
A los estudiantes universitarios pronto se
unirían los grupos intelectuales, los artistas, los educadores, los hombres de
ciencia, los periodistas, las masas obreras, grandes escritores como Jean-Paul
Sartre y Simone de Beauvoir. Fue una avalancha incontenible de marchas
populares diarias, hasta realizar una enorme manifestación, en la cual desfilaron
millones de trabajadores. Se decretó la huelga general; se organizaron
asambleas permanentes en la Universidad de La Sorbona, en el Teatro Odeón
(convertido entonces en ágora), en los cafés, en los talleres, en los bares, en
las calles, en algunos lenocinios y salones distinguidos. Se trataba de un
verdadero hervor popular, que hermanaba a aristócratas, estudiantes, obreros,
intelectuales, amas de casa, conserjes, taxistas, prostitutas y toda la fauna
humana de las rúas parisinas.