Los tiempos corrían duros para José y María. La burbuja inmobiliaria había explotado. El desempleo se había disparado entre los trabajadores de la construcción. No había forma de encontrar trabajo, ni siquiera para un hábil carpintero.
Sin embargo, la construcción de asentamientos seguía adelante, mayoritariamente financiados por el dinero de los judíos estadounidenses, las contribuciones de los especuladores de Wall Street y los propietarios de los antros de juego.
“Menos mal”, pensó José, “que tenemos unas cuantas ovejas y olivos y que María cría unos cuantos pollos”. Pero José estaba preocupado: “Queso y aceitunas no bastan para alimentar a un niño que está creciendo. María va a dar a luz a nuestro hijo cualquier día de estos”. En sus sueños anhelaba un muchacho robusto trabajando a su lado… multiplicando los panes y los peces.
Los colonos menospreciaban a José. Rara vez asistía a la sinagoga y en las principales fiestas sagradas llegaba siempre tarde para evitar el pago del diezmo. Su sencilla casita estaba situada en una quebrada cercana a un manantial que fluía todo el año. Era el sitio ideal para cualquier expansión de asentamientos. Por eso cuando José se retrasó en el pago del impuesto sobre la propiedad, los colonos se apropiaron de su casa, desalojando por la fuerza a José y María y ofreciéndoles un billete de ida para el autobús que iba a Jerusalén.
José, nacido y criado en las áridas colinas, se defendió y ensangrentó a no pocos colonos con sus puños endurecidos por el trabajo. Pero al final tuvo que sentarse magullado en su lecho nupcial bajo el olivo, con desesperación negra.
María, mucho más joven, sentía ya los movimientos del bebé. Su hora estaba próxima.
“Tenemos que encontrar un refugio, José, tenemos que marcharnos… no es momento para venganzas”, suplicó.
José, que creía en el “ojo por ojo y diente por diente” de los profetas del Antiguo Testamento, acabó aceptando de mala gana.
Por tanto, tuvo que vender sus ovejas, pollos y otras pertenencias a un vecino árabe para comprar un carro con un burro. Lo cargó con el colchón, algunas ropas, queso, aceitunas, huevos y así se encaminaron hacia la Ciudad Santa.
El camino que debía seguir el burro era pedregoso y lleno de baches. María hacía una mueca de dolor con cada sacudida; le preocupaba que el traqueteo pudiera dañar al bebé. Pero había algo aún peor, este era el camino que forzosamente debían seguir los palestinos, con controles militares situados a cada paso. Nadie le había dicho a José que, como judío, podría haber tomado una carretera suavemente pavimentada, prohibida para los árabes.
En el primer bloqueo de carretera, José vio una larga fila de árabes esperando. Señalando a su embarazada mujer, José preguntó a los palestinos, medio en árabe, medio en hebreo, si podían adelantarles. Le abrieron paso y la pareja siguió adelante.
Un joven soldado levantó su rifle y ordenó a José y María que bajaran del carro. José descendió e hizo un gesto hacia la barriga de su esposa. El soldado soltó una risita y se volvió hacia sus camaradas: “Ese árabe viejo le ha hecho un bombo a la chica que compró por una docena de ovejas y ahora quiere un pase libre”.
José, rojo de rabia, gritó en un ronco hebreo: “Soy judío. Pero, a diferencia de vosotros… respeto a las mujeres embarazadas”.
El soldado empujó a José con su rifle y le ordenó que retrocediera: “Eres peor que un árabe, eres un judío viejo que se folla a muchachas árabes”.
María, asustada por el intercambio de exabruptos, se volvió hacia su marido y gritó: “Basta, José, o acabarán disparándote y nuestro niño se quedará huérfano”.
Con grandes dificultades, María descendió del carro. Desde la garita de guardia llegó un oficial que después llamó a una soldado: “Eh, Judi, ve a mirar qué tiene bajo el vestido, no sea que vaya cargada de bombas”.
“¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta que te toquen?”, ladró Judith en hebreo con acento de Brooklyn. Mientras los soldados discutían, María se inclinó hacia José buscando apoyo. Finalmente, los soldados llegaron a un acuerdo.
“Súbete el vestido y ven aquí”, ordenó Judith. María palideció de vergüenza. José se enfrentó desesperado a las pistolas. Los soldados se rieron y señalaron hacia los pechos hinchados de María, bromeando acerca de un terrorista no nato con manos árabes y cerebro judío.
José y María continuaron su camino hacia la Ciudad Santa. A lo largo de todo el camino, tuvieron que ir parando con frecuencia a causa de los controles. En todas y cada una de las ocasiones tuvieron que sufrir más retrasos, más indignidades y más insultos gratuitos escupidos por sefardíes y asquenazíes, por hombres y mujeres, laicos y religiosos, todos ellos soldados del Pueblo Elegido.
Atardecía ya cuando María y José llegaron finalmente hasta el Muro. Las puertas se cerraban por la noche. María gritó de dolor: “José, siento que el niño viene ya. Por favor, haz algo, rápido”.
A José le entró el pánico. Vio las luces de un pequeño pueblo cercano y, dejando a María en el carro, corrió hasta la casa más próxima y golpeó la puerta con el puño. Una mujer palestina abrió un poco la puerta y atisbó en la oscuridad la cara agitada de José. “¿Quién eres tú? ¿Qué quieres?”.
“Soy José, un carpintero de las colinas de Hebrón. Mi mujer está a punto de dar a luz, necesito un refugio para proteger a María y al bebé”. Señalando hacia María, que se había quedado en el carro, José suplicó en su extraña mezcla de hebreo y árabe.
“Bien, hablas como un judío pero pareces árabe”, dijo la mujer palestina riendo mientras volvía con él hacia el carro.
El rostro de María estaba crispado de dolor y miedo: sus contracciones eran ya más frecuentes e intensas.
La mujer ordenó a José que metiera el carro en un establo donde guardaban las ovejas y las gallinas. Tan pronto como entraron, María gritó de dolor y la mujer palestina, a la que se había unido ahora una partera de la vecindad, ayudó rápidamente a la joven madre a tumbarse en un lecho de paja.
Así fue como el niño vino al mundo, mientras José lo observaba todo con el corazón encogido.
Y sucedió después que los pastores, al regresar de sus campos, oyeron los gritos de alegría por el nacimiento y corrieron al establo con sus rifles y leche fresca de cabra sin saber si había amigos o enemigos, judíos o árabes. Cuando entraron en el establo y vieron a la madre con el bebé, dejaron a un lado sus armas y ofrecieron la leche a María que les dio las gracias en hebreo y en árabe.
Los pastores estaban sorprendidos y maravillados: ¿Quién era esa gente extraña, una pareja de judíos pobres que venían en paz con un burro y un carro con letras árabes? Las noticias sobre el extraño nacimiento de un niño judío justo fuera del Muro en un establo palestino corrieron veloces por doquier. Muchos vecinos entraron y contemplaron a María, el bebé y José.
Mientras tanto, los soldados israelíes, equipados con lentes de visión nocturna informaron desde sus torres de vigilancia orientadas sobre la zona palestina: “Los árabes se están reuniendo justo fuera del Muro, en un establo, alumbrándose con velas”.
Las puertas que había en la parte baja de las torres de vigilancia se abrieron velozmente y varios vehículos blindados con luces brillantes, seguidos de soldados armados hasta los dientes, salieron y rodearon el establo, los aldeanos reunidos y la casa de la mujer palestina. Un altavoz aullaba: “Salid fuera con las manos en alto o empezaremos a disparar”. Todos salieron del establo junto con José, que se adelantó con las manos extendidas hacia el cielo diciendo: “Mi mujer, María, no puede cumplir vuestra orden. Está amantando al pequeño Jesús"
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