"ABYA YALA: TIERRA EN PLENA MADUREZ"

sábado, 30 de enero de 2010

La amable loca de Bolívar

Susan Dillon

Si se quiere saber la mejor biografía de Bolívar hay que llegarse a la quinta del prócer existente en Bogotá, hoy museo situado dentro de la ciudad, lugar de encuentros amorosos con Manuela Sáenz, en horas de pasión pero también de sosiego, entre batallas y combates. Se dice que le regaló a su amada esa quinta en agradecimien­to a las veces que le salvó la vida aún a riesgo de la propia.



Allí están, en medio de la arboleda tropical, los objetos domésticos que dicen cómo fueron sus vidas apasionadas: los muebles, las porcelanas, los cristales, las ropas que cubrió y usó esta pareja volcánica que tanto tuvo que ver con nuestras patrias liberadas.



Recorrer sus salas, admirar los jardines y el huerto desde las luminosas ventanas, es percibir el perfume de la historia, que lejos de estar oculta por falsos pudores, se muestra en la calidad humana de sus protagonistas cuando recorremos curiosos sus secretos pasillos.



Ahora, si se quiere saber de la heroína revolucionaria que acompañó al libertador hay que asomarse a sus biógrafos más felices: Gabriel García Márquez en "El general en su laberinto" o a Víctor Von Hagen en "Las cuatro estaciones de Manuela", donde tanto el novelista como el arqueólogo nos pueden pintar con finura esta personalidad avasalladora, esta mujer múltiple, que tanto fue su enfermera, su mano derecha, a quien Bolívar confió más que en sus generales.


A ella le dedicó sus cartas más ardientes, añorándola cuando la tenía lejos y llamándola "su amable loca", por las escenas que le hacía que tanto podían ser amorosamente cariñosas, como escandalosas al máximo.



Las noticias de estos amores fueron registradas por primera vez por el escritor peruano Ricardo Palma en su libro "Tradiciones peruanas", quien la visitara en su exilio y ya muy anciana, en una aldea de pescadores.



Las rutas seguidas por el ejército bolivariano tienen las huellas de esta amazona que no sólo fue "el reposo del guerrero", su fiel confidente, la que llevó consigo adonde fuere el libertador sus secretos de guerra. A punto tal que la independencia de América del Sur estuvo en sus manos.



Manuelita Sáenz



Tal vez ninguna mujer bajo el cielo de América haya sido tan sistemáticamente perseguida por la murmuración, la maledicencia o la intriga política y tan estimulada quizás por ella misma, que esta inquieta quiteña que gravitó en la vida de Simón Bolívar, no sólo en su faz amorosa sino también en la acción política. Fue la mujer más importante de su meteórica existencia, donde menudearon las relaciones amorosas de toda índole, si bien ambos tuvieron una adversa predisposición a la situación estable. Manuelita Sáenz fue no sólo su amante más duradera sino la depositaría de los secretos de Estado, el archivo y papelería de la Gran Colombia, la única persona que "podía decirle la verdad" ya que para eso la había facultado explícitamente.



Pero, por sobre todo, fue la que se jugó en los momentos de mortal peligro defendiéndolo con las únicas armas que supo manejar eficientemente: una indomable fiereza de gladiador y una extraordinaria seducción femenina.



Cuando en 1822 Simón Bolívar entró en Lima durante las luchas de emancipación americana, la ciudad lo recibió como a un emperador romano, bajo arcos de triunfo hechos con flores, música, bailes y desfiles. De las ventanas y los balcones las bellas le arrojaban pétalos al Libertador que montaba en su famoso Palomo Blan­co rodeado de los vítores de la multitud y subiendo a la tarima instalada en la Plaza Mayor, donde restallaba el fuego revolucionario para arrebatar al gentío con su palabra. De pronto se abre un balcón y unas manos diminutas arrojan al héroe una corona de laurel que hace centro en la frente del destinatario y con ese golpe comenzó otra historia paralela a la emancipación.



Bolívar le pregunta a su ayudante de campo quién es la dama. "Es Mrs. Thorne, esposa de un rico comerciante". Esa noche, en el baile de gala, el Libertador pudo agradecer a la autora de la corona el honor.



Bailaron desesperadamente, seduciéndose. Se pertenecieron antes, durante y después del baile.



Mrs. Thorne no era una inglesa insulsa, era Manuelita Sáenz, una quiteña revolucionaria y apasionada, con varias locuras amorosas en su haber, en aquella Lima de las aventuras galantes, de damas veladas y de lances violentos. Se había casado con un inglés aburrido y realista que la doblaba en edad.



De aquella noche se fueron juntos, él a perseguir la libertad de América, ella a seguir la este­la de su caballero de estatura heroica. La frívola bailarina de salón se convertía por amor a aquel hombre en la amazona incansable de las rulas de la independencia.



Cuentan quienes la conocieron que era encantadora, de una sugestiva belleza criolla y formas redondeadas. Fumaba largos cigarros y jugaba a hacer anillos de humo "con las manos más bellas del mundo", al decir de su amante.



Los soldados de la escolta y los generales del estado mayor comenzaron a adorarla: las pequeñas manos manejaban hombres y cabalgaduras con igual destreza.



No sólo fue por aquellos tiempos la ardiente Manuelita en los comentarios de salón, sino la republicana astuta, temeraria e implacable que se vestía como un oficial en campaña y empuñaba las armas metiendo miedo al más pintado. Popular entre la soldadesca, ocurrente y desenfadada en la vida social en la que sobresalía con sus gracias.



Cuando San Martín llegó a Lima para cerrar de este modo la campaña revolucionaria que había estallado de Norte a Sur, encontró a los varones fríos y cautos, pero había prendido su mecha en las mujeres. Creó entonces la Orden del Sol y premió a 112 mujeres que se decidieron fervorosamente por la patria que nacía.



Lima apreciaba los títulos nobiliarios, allí habían anclado los nobles españoles en puestos burocráticos de la corona. Aquello era un remedo de la corte de la metrópoli. San Martín, en un gesto de astucia política, creó un nuevo signo de gloria para las mujeres que querían ser protagonistas. A Manuelita le impuso la orden con banda y medalla, y a Rosa Campusano, su amiga íntima y según Germán Arciniegas "su pecadillo limeño", también.



De este tiempo de galanteos, conjuras, revoluciones y sordas luchas por el poder, son las cartas más interesantes que pintan la profundidad de la pasión que los consumía y lo comprometida que estuvo por ese entonces la suerte de la revolución y el destino de sus hombres. De esas cartas, precisamente, Bolívar dijo: "Que se quemen", pero para fortuna de la posteridad se han conservado, de manera que los héroes inmarcesibles han adquirido carnadura humana, son próximos a nosotros en sus pasiones, en su vida íntima, en su prosaica domesticidad. Toda esa época epiloga en las batallas de Junín y Ayacucho. Después llegará el tenaz forcejear de los hombres por el poder, donde las revoluciones devoran a sus propios héroes.



Desde 1822 hasta la muerte de Bolívar el 17 de diciembre de 1830, el romance sería una suerte de violentos y fugaces encuentros con separaciones dolorosas, cabalgando sobre los lomos de la América redimida por la libertad, cimentada en fragorosas batallas, tensas vigilias, radiantes victorias y sombrías derrotas, traiciones, intrigas y atentados. Toda la epopeya surge entre humos y retumbos de cañones, subiendo las empinadas crestas de los Andes, descalabrando caballos en las cornisas y envuelta en el vaho cálido del Trópico, cruzando selvas y vadeando ríos. Allá fue Manuela, amazona incansable tras las huellas de su hombre, arrastrando tras de sí toda una comitiva de muías cargadas con los petates de la independencia, los baúles con sus galas, los cofres con sus joyas, las dos fieles esclavas, las jaulas con un zoológico ambulante, donde cabía un oso cachorro que dormía abrazado a la garganta de su ama, turpiales, monos escandalosos y guacamayos tan malhablados como la soldadesca, que repetían los incendios que Manuela y su amante les enseñaban en los fugaces y placenteros momentos de reposo entre el vivac y las batallas.



El Libertador, para tenerla más cerca, pues le resultaba utilísima, la nombró curadora de los archivos de sus campañas. También recibía a emisarios de Inglaterra y Estados Unidos, pues de su relación matrimonial con Thorne, había llegado a practicar con solvencia el inglés, como se las arreglaba perfectamente con el francés y hasta tocaba el clavicordio con el estilo de una pacata niña de convento. Sin embargo, su letra y su ortografía eran un verdadero desastre, pero aun con ese inconveniente se las amañó para que el hombre más poderoso de su tiempo respondiera a sus cartas y mantuvieran así una caldeada y reveladora correspondencia.



Esta pasión duradera estaba sostenida por la necesidad de que alguien, con la gracia que la caracterizaba, le mostrara al Libertador la faz oculta de las intrigas políticas y los subterfugios de los personajes que entraban en el entorno del Estado Mayor en la preparación de los planes de guerra. Manuelita viajó una vez 300 leguas a lomo de muía para pasar sólo dos noches con el general y eso porque le hizo una escena de suicidio. Otra, encontró en la cama de su héroe un aro de diamantes, que no era precisamente el suyo, condecorándolo con feroces zarpazos de sus diminutas y cuidadas uñas que lo dejaron una semana con las marcas en la cara y no pudo salir de sus habitaciones por "una súbita gripe".



Todos cuantos podían llegar hasta el Libertador y "su amable loca" quedaban con la impresión de haber podido compartir por un instante las delicias del poder. Tal era el delirio que provocaba la presencia del general revolucionario para que pudieran bailar con él las damas de Lima, allá por 1826. En las fiestas y bailes que se celebraron al efecto, se mandó tocar decenas de veces el mismo vals para que todas tuvieran oportunidad de haber bailado con el héroe. En estas lides Simón Bolívar era tan incansable como en las más fieras batallas y llegaba en el jolgorio a subirse a las mesas y seguir allí la danza, en medio del regocijo de los asistentes. No le iba a la zaga Manuelita bailando la "ñapanga", danza sensual y provocativa, a la que el obispo de Quito llamara "la resurrección de la carne". La pareja disfrutaba de los momentos de gloria, puede decirse que los compartieron sin importarles gran cosa los comentarios que como regueros de pólvora se corrían por la América liberada. Manuelita cuidaba, con dedicación exclusiva, de la salud de Bolívar, que padecía desde su juventud la tuberculosis heredada de su madre y que la vida agitada y de constantes vicisitudes le impedía curar. Sin embargo, la actividad que desplegaba era de verdadero torbellino alternando las campañas militares con las intrigas de salón y los devaneos amorosos a los que fue fiel hasta la muerte. Hombre de gran fortuna, se calcula que fue en su tiempo la mayor de Venezuela, pero al concluir las campañas y ya abandonando la escena política, cuando sale definitivamente en su último viaje para la costa colombiana, sólo lleva en su equipaje dos camisas, unas pocas mudas interiores, sus ajetreados trajes de montar y un único par de botas al estilo Wellington. Sin embargo, comía con vajilla de oro. Este hombre enjuto, casi una sombra, fue el amor de su vida y eso que se le adjudicaron varios y del entorno del general, precisamente. Sus contemporáneos lo describen con las piernas cazcorbas y el modo de andar de los que duermen calzados y con espuelas. Había hecho a lomo de caballo 180.000 leguas, tanto como dos veces la vuelta al mundo, de allí su apodo honorífico de "culo de fierro". Manuela entonces lo vio partir doblado por la enfermedad, viejo a los 46 años. Habían estado por última vez en la quinta que Colombia le obsequiara como pago por sus servicios. Recorrieron por vez postrera la gran casa y el jardín abandonado que los vio reír felices bajo los grandes árboles cuajados de orquídeas trepadoras. Allí hoy existe un museo que recuerda la intimidad del Libertador, donde hay lugar para el "boudoír" de la dama de sus pensamientos y un costurero de riquísimas maderas, trabajado en momentos perdidos en lo que fue su "hobby": la carpintería. Pero ¿bordaría Manuela? Con el corazón estrujado, pero siempre de él, lo despidió montada en su alazán a la salida de la quinta. Lo seguían sus fieles y un centenar de escoltas. Uno y otra alzaron sus manos y se perdieron en el polvo de la mañana fría. Ya no se verían más, pero se siguieron escribiendo cartas donde el amor estaba intacto.



Quedó tiempo para recordar, sobre todo la negra noche de la conjura, dos años atrás, el 25 de septiembre, cuando pasaban la sobremesa de la cena en el palacio residencial del Libertador, que era casi un cuartel. Manuela acudía a pasar ratos amables, leía las noticias del día, volvía sobre las viejas crónicas de campañas, cartas de todo el mundo que daban pie a largas pláticas. Esa noche los conjurados estaban siendo denunciados por quien tenía el difícil compromiso de "decir la verdad", quien era los ojos y los oídos de la causa revolucionaria. A pesar de las prevenciones, Bolívar confiaba en que no pasarían de escaramuzas. A media noche los perros guardianes atropellaron y los centinelas dieron la voz de alto. Todo se precipitó rápidamente, los conjurados entraron al palacio al grito de "¡Muera el tirano!" Los fieles oficiales cayeron en un charco de sangre, bajo el puñal de los sublevados. Gritaban los sirvientes, era el caos.



Manuela despertó al Libertador que descansaba en su lecho y, ya en ropa de dormir, Bolívar alzó la espada siempre al alcance de su mano y una pistola haciendo ademán para salir a contener el alboroto. Pero ella lo detuvo en seco, ató las sábanas enristradas y lo conminó a saltar por la ventana del primer piso que daba a las caballerizas, de allí a las oscuras calles bogotanas y más allá a la libertad. Cuando los asaltantes en­traron al cuarto, la cama estaba tibia y Manuela sola. "Buscamos a Bolívar". "No está, búsquelo". Y salió, apenas cubierta por un tenue camisón, llevada a empellones por los corredores del pa­lacio para que dijera dónde se ocultaba. Cuando al regreso de la recorrida vieron la ventana abierta, se dieron cuenta de que la astuta mujer los había paseado por un laberinto haciendo tiempo. En ese momento alguien quiso matarla en la incontenida ira por ser burlados, pero otro dijo: "No hemos venido a matar mujeres".



Al otro día, en medio del regocijo popular y en acto público, Bolívar tiernamente la proclamó "la Libertadora del Libertador". Fue su hora de mayor esplendor.



Allí estuvo su cenit.



Bolívar se apagaría en Santa Marta, lejos de ella, lejos de la política ya, "sin patria por quien sacrificarse", sólo con unos pocos fieles y añorando las gracias de su "amable loca". Ella volvió a conspirar contra los que se sirvieron de la herencia revolucionaria. Entonces fue desterrada a una costa perdida en la arena del olvido, allá en Paita, un puerto ballenero en el Perú, lejos de la política, los hombres que la habían amado o los que la difamaron.



Vendía tabacos, velas, azúcar. Era un harapo de la gloria arrojada al exilio, lo que quedaba latiendo de la leyenda. La visitaba de tanto en tanto algún historiador como Ricardo Palma, para hilvanar Tradiciones Peruanas, o algún soldado errante como Garibaldi para refrescar en su corazón lo que vallan las bravas mujeres americanas, o Simón Rodríguez, el viejo maestro de Bolívar. La vieron envejecer en el desierto y murió con sus cartas, sus medallas de pasadas glorias y los recuerdos del hombre amado. Hasta último momento y como en los viejos tiempos de campañas, se fumaba un puro, convertido en anillos, jugando con sus manos graciosas, humo ella misma, la que había sido brasa en la gran hoguera de la epopeya americana.



Susana Dillon


De "Cazando historias" - Biografías inéditas de audaces mujeres del pasado


Diario Puntal - Córdoba - Argentina


21 de setiembre de 2008

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