Aun en el actual estado
norteamericano de Florida pocos saben que alguna vez, en 1817, su territorio
figuraba entre las nuevas repúblicas hispanoamericanas que luchaban por
independizarse. La República de las Floridas, que así se llamaba, sobrevivió
menos de un año y logró controlar una mínima parte de la colonia española del
mismo nombre. La mayor parte de sus habitantes ni siquiera hablaban castellano.
Sin embargo, tenía la apariencia exterior de un flamante Estado latinoamericano
y no carecía de vínculos concretos con los independentistas de Tierra Firme, de
México y hasta del Río de la Plata.
La Florida era una colonia
escasamente poblada, cuya capital. San Agustín, tenía poco más de mil
habitantes; económicamente era un lastre para los fiscos de Cuba y Nueva
España. Dentro del imperio español había tenido una función casi exclusivamente
estratégica, como era en efecto la de negarle la posesión de la península a una
potencia enemiga que pudiera amenazar desde tierras floridanas a Cuba o a la
ruta de los galeones que solían pasar frente a la costa de la Florida en su
viaje de regreso del Nuevo Mundo, exactamente como había hecho Colón en su
primera expedición. Desde finales del siglo XVIII había unos pocos síntomas de
mayor actividad económica y estaba expuesta la colonia a nuevas influencias
externas, pero en uno y otro caso el factor fundamental era la peligrosa
cercanía de los Estados Unidos. Desde el período de ocupación británica de
Florida (1763-83), se había formado una población étnica y culturalmente
heterogénea que aceptaba más o menos de buen grado el reestablecimiento del
dominio español, con tal que se le permitiese en la práctica la conservación de
sus propias costumbres y una relación económica, en buena parte ilegal pero
ineludible, con la pujante república vecina.