"ABYA YALA: TIERRA EN PLENA MADUREZ"

sábado, 26 de mayo de 2012

EL GRITO DE CHUQUISACA 1809

El Grito Libertario del 25 de Mayo de 1809, fue el acontecimiento más notable que ha tenido lugar en América Morena, cuando un 24 de mayo por la noche, el Regente de la Audiencia señor José de la Iglesia, convoca en forma extraordinaria al Tribunal a su domicilio, donde se toman medidas de precaución para conservar el orden y las garantías, puesto que una vez por todas el pueblo representado por sus ministros y cabildantes había resuelto el gran problema de sus derechos.
Llegada la madrugada de 25 de mayo, el padre Félix Bonet, provincial de Santo Domingo junto al capitán Santiesteban previnieron a Pizarro sobre la conspiración y acuerdos secretos que se venían gestando días atrás, y Pizarro libra mandamientos de prisión, concebidos en términos severos contra varias personas deteniéndose solamente al Dr. Jaime de Zudáñez defensor de los pobres. Con motivo de esta prisión, se toca a rebato en todos los campanarios y, especialmente, en la campana del Templo de San Francisco denominada ahora "Campana de la Libertad", que alarma al pueblo el que afluye a la plaza principal para reclamar la libertad de Zudáñez. El pueblo parecía tranquilizarse y que así terminaba todo, más, para os patriotas se iniciaba recién el gran drama de la guerra de la independencia.
Indignado el pueblo, por la victimación de varias personas a causa de una descarga de fusilería autorizada por Pizarro, corre el cabildo, rompe las puertas donde se aseguraron los cinco cañones, los cargaron con piedras y e apuntó a la casa presidencial, el combate se inició después con la grave detonación de los cañones que anunciaban al mundo, el bautismo de sangre que los hijos de Chuquisaca brindaban por la libertad americana.
Eran las 3 de la mañana del 26 de mayo, cuando Pizarro rindió las armas y se dió por preso, habiéndose publicado un bando anunciando que el Tribunal de la Real Audiencia se hacía cargo del mando del Gobierno de Charcas en medio de los vítores y satisfacción de la población.
La Plata revolucionaria
Se dice que el primer grito libertario del que se enorgullece esta tierra tuvo menos que ver con ansias de libertad que con la lealtad de esta colonia al depuesto rey español, Fernando VII, ante las ambiciones de sus rivales portugueses y franceses por hacerse con la gallina de los huevos de oro de la Corona ibérica. En todo caso, si las tenían algunos de los protagonistas, graduados de la San Francisco Xavier e imbuidos de las ideas que se discutían en sus corrillos tras la Revolución Francesa y la independencia norteamericana. Uno de ellos era el abogado Jaime de Zudáñez, el hombre cuyo apresamiento encendió la revuelta popular que se extendería al resto de la Audiencia y acabaría mandando a la historia el dominio español.
Pero vayamos por los antecedentes. Desde 1797, gobernaba en La Plata el presidente de la Audiencia Ramón García de León y Pizarro, un personaje no precisamente popular, que vivía metido en eternos altercados con los Oidores y la ciudadanía, las que eran con frecuencia ventilados en las calles con panfletos incendiarios. Por entonces, la Madre Patria había sido ocupada por Napoleón, emperador de Francia, quien con la excusa de darles una lección a los rebeldes portugueses, pasó por España y decidió que más valía Madrid y su medio mundo forrado de oro y plata que la árida Lisboa. Dicho y hecho, depuso al rey Carlos IV, y a su hijo Fernando VII lo mantuvo secuestrado, obligándolo a abdicar. Pero el pueblo de España no se quedó a mirar pasar el desfile de los franceses, se rebelaron y en varias ciudades formaron su Junta de gobierno para hacerles la estancia lo menos alegre posible a los galos. Para meter en el baile a sus colonias, la Junta Suprema de España e Indias en Sevilla envió a José Manuel de Goyeneche con el encargo de lograr apoyo de Lima y Buenos Aires para reponer al rey destronado y, de paso, expulsar al francés que Bonaparte les endilgó como nuevo monarca.
Goyeneche se dio antes un paseíto por Brasil, donde estaba refugiada la realeza lusitana, entre ellos la hermana de Fernando VII y reina regente de Portugal, Carlota Joaquina de Borbón, una infanta exiliada con muchas ganas de reinar en las colonias de su hermano. Ésta le dio al brigadier español unas cartas con semejante sugerencia para los Virreinatos y él, diligente, se las pasó a los colonos de la Audiencia. Que no les hizo la menor gracia, se puede ver por la reacción.
Las famosas cartas hicieron estallar las ya malísimas relaciones entre García Pizarro y la Audiencia, con amenazas de arrestos, insultos a grito pelado en la sala del tribunal, advertencias de excomunión del Arzobispo y la muerte por un sofocón del Regidor de la Audiencia durante una disputa a voces de por medio. El Presidente, junto con Goyeneche y el Arzobispo de La Plata, Monseñor Moxó, se declararon partidarios de las pretensiones de Carlota Joaquina, mientras que los Oidores y los doctores en leyes de la ciudad se declararon leales a Fernando VII, rechazando la autoridad de la Junta de Sevilla, y así se lo hicieron saber a los otros tres en un acta donde vapuleaban la idea de anexarse al Brasil, y denunciaban a García Pizarro y al Virrey Santiago de Liniers por traición. El Presidente contraatacó haciendo destruir el acta, pero lo descubrieron y la ruptura de relaciones entre las partes contrincantes tuvo lugar. Tras una larga guerra de pasquines, buena parte escritos por el recién graduado doctor en leyes Bernardo Monteagudo, a García Pizarro le llegó el rumor de que la Audiencia y el Cabildo estaban planeando pedir su renuncia, y decidió adelantarse con la orden de mandar apresar a seis de los mas vocingleros cabecillas, que iban a reunirse en casa del oidor José de la Iglesia, pero de alguna manera estos se enteraron a tiempo para fugar, de modo que a la hora de arrestar sólo pudieron echarle las manos encima a Jaime de Zudáñez.
Era un 25 de mayo de 1809, cuando lo llevaron a la cárcel de la corte, pasando por la Plaza Mayor, seguido por una multitud de ciudadanos atraídos por los gritos que profería la hermana de Zudáñez siguiendo al grupo que lo llevaba preso. Pronto la multitud se enteró del hecho y empezó a apedrear la casa de la Audiencia, exigiendo su liberación y la renuncia del Presidente, vociferando “¡Muera el mal gobierno! ¡Viva Fernando VII!”, entre otros gritos menos fuertes que pedían vivas a la idea de una República. Uno de los cabecillas, Lemoine, convenció sable en mano a los curas de la iglesia de San Francisco de dejarle llegar a la campana de su torre, a la que hizo repicar hasta rajarla. Lo mismo se hizo en los campanarios de las demás iglesias, tocando las campanas a rebato para llamar a la ciudadanía, sin que García Pizarro pudiera mover a las tropas para reprimirlos, ya que el oficial al mando se pasó al otro bando y ordenó a los soldados no asomar la nariz a la calle. La multitud le exigía, además, entregar todo el armamento de la guarnición militar de la Audiencia, a lo que García Pizarro cedió; no obstante, se negó a la tercera petición, de entregar el mando político y militar. Ante eso, la ciudadanía le voló la puerta del palacio de la corte a cañonazos. Vencido, Ramón García de León y Pizarro se entregó al día siguiente, el 26 de mayo. Con un Pizarro había empezado la historia de la colonia de Charcas, y con un Pizarro terminaba.
Los revolucionarios le dieron el mando político de la Audiencia al decano de los oidores, José de la Iglesia, y el mando militar al coronel Juan Antonio Álvarez de Arenales. Se organizaron compañías de milicias ciudadanas para la defensa, divididas según oficios de sus integrantes, y comandadas por los hermanos Joaquín y Juan Manuel Lemoine (I de Infantería y III de Plateros), Manuel y Jaime de Zudáñez (II de Académicos y Caballería), Pedro Carvajal (IV de Tejedores), Toribio Salinas (V de Sastres), Manuel de Entrambasaguas (VI de Sombrereros), el hermano de Bernardo, Miguel Monteagudo (VII de Zapateros), Diego Ruiz (VIII de Pintores), Manuel Corcuera (IX de Varios), Manuel de Sotomayor, Mariano Guzmán y Nicolás de Larrazábal (Artillería), así como un cuerpo de origen indígena. Estos salieron al encuentro del intendente gobernador realista de Potosí, Francisco de Paula Sanz, tío por línea ilegitima del rey español, a quien convencieron de volverse tranquilo a su villa sin luchar. Después de esto, enviaron emisarios secretos a las demás Intendencias y a Argentina para fomentar las ideas independentistas, con el disfraz de buscar apoyo para Fernando VII. El más exitoso de los emisarios fue Mariano Michel, quien ayudó a formar el grupo revolucionario de Murillo en La Paz.
Pero el gobernador Sanz dio la alarma en el Virreinato de Lima, desde donde el Virrey José Fernando de Abascal mandó a Goyeneche a reprimir la revuelta en La Paz antes de que contagiara al Perú, mientras que el nuevo Virrey del Rio de la Plata, Baltasar Hidalgo de Cisneros, enviaba al general Vicente Nieto contra La Plata. Goyeneche fue exitoso, logrando sofocar la revuelta paceña, tras lo cual los chuquisaqueños decidieron liberar a García Pizarro, condenado por traidor, y aceptar a regañadientes como nuevo Presidente de la Audiencia a Nieto, nombrado por el Virrey, que llegó a la ciudad en diciembre de 1809. Éste hizo apresar a todos los oidores rebeldes y cabecillas revolucionarios que pudo cazar, juzgarlos y desterrarlos a Lima para que de ahí los enviaran a cumplir condena bien lejos y evitarse más jaleos, porque en Buenos Aires éstos tenían muchos compañeros de universidad igual de revoltosos, y podían volver a la carga. De esta manera, terminó la revolución de mayo. No obstante, los desterrados no escarmentaron, pues cuando España los amnistió al año siguiente, volvieron a la lucha, entre ellos Arenales y Monteagudo.
Los argentinos se encargaron de volver a prender la mecha, casualmente también un 25 de mayo, pero de 1810. Al enterarse Sanz y Nieto de que el Virrey había sido botado del cargo y en su lugar gobernaba una junta en Buenos Aires, decidieron separarse de esa jurisdicción y pasar la Audiencia al Virreinato de Lima. Mal les fue a Sanz y a Nieto, que presumía de que sofocaría esta revuelta tan rápido como la de La Plata, pues sus tropas fueron derrotadas por las del Primer Ejercito Expedicionario Auxiliar, que llegaron a tierras potosinas, donde Castelli, el comandante rioplatense, los hizo apresar y condenar a muerte por fusilamiento. Se nombró nuevo presidente de la Audiencia al argentino Juan Martin de Pueyrredón. Desde entonces, las Provincias Unidas del Rio de la Plata colaborarían con un total de cuatro Ejércitos Auxiliares al territorio de la Audiencia hasta su emancipación.
Sin embargo, los verdaderos héroes de la independencia serian los guerrilleros de las Republiquetas. Tras la derrota patriota en la batalla de Guaqui en 1811, las ciudades de la Audiencia volvieron a control realista, pero el área rural siguió dándole dolores de cabeza a Goyeneche al crearse las guerrillas que controlaban grandes áreas de territorio y acosaban las capitales. Estas zonas independientes eran conocidas como Republiquetas, y existieron ocho en territorio de la Audiencia. En lo que corresponde a Chuquisaca estaban la Republiqueta de Cinti, al sur, y la Republiqueta de La Laguna, al centro-norte. En esta última harían fama y reputación los esposos Padilla, Manuel Ascencio y Juana, a quienes la historia oficial boliviana relegó. Ella, la hija única de un militar viudo y retirado en sus fincas, era una joven rebelde que se vestía de muchacho y aprendió el manejo del sable con su padre, y se casó con el adinerado Manuel Ascencio cuatro años antes del comienzo de la revolución, en 1805. Padilla se unió a los ejércitos patriotas argentinos de González Balcarce, combatiendo con el Ejercito del Norte y la primera expedición argentina. Tras Guaqui, Goyeneche confiscó las extensas propiedades de los Padilla en Chuquisaca, secuestrando a Juana y sus niños pequeños, más no a Manuel Ascencio, quien logró escapar y liberar a su familia. Cuando otro ejército auxiliar argentino, esta vez mandado por el general Belgrano, acudió a la Audiencia, Padilla volvió a enrolarse, llevando consigo a diez mil indígenas como tropa, y a Juana con sus niños a cuestas. Ella no se dedicaba a acompañarlo o vendarle las heridas, como se podría pensar, sino que combatía a su lado como un soldado más. Hábil con el sable, participó en varias batallas, como la de Ayohuma en 1813, en la que juntó y lideró un batallón.
Cuando los argentinos se retiraron de nuevo tras otro desastre, los Padilla organizaron la guerrilla de Chuquisaca, con Vicente Camargo liderando la rebelión en Cinti y el cacique guaraní Bacuire primero, y el cacique Cumbay después, haciendo lo propio en la zona del Chaco chuquisaqueño, con sus temibles divisiones de arqueros chiriguanos, que llegaron incluso a Potosí. Durante 1816, Juana lideró las exitosas campañas contra los realistas en Potosí y El Villar, actos que le valieron que Pueyrredón le diera el rango de Teniente Coronel y Belgrano un sable ceremonial de mando. El fin le llegaría a su esposo en la batalla de La Laguna, donde ambos se enfrentaron a las tropas de Francisco Javier de Aguilera, y donde ella fue herida. Al tratar de auxiliarla, Manuel Ascencio fue alcanzado, y aunque su esposa logró escapar, a él le dieron muerte cerca de El Villar. Viuda, ella siguió con la lucha en el norte de Argentina, bajo órdenes de Miguel de Güemes, hasta el fin de la guerra. Tristemente, esta admirable mujer, que peleó aun estando embarazada, perdiendo en ello bienes, esposo y cinco hijos, sufrió el destino de tantos otros héroes bolivianos: murió pobre y sola, sin honores, sin que se le restituyeran sus posesiones confiscadas, ni la pensión vitalicia que le fue injustamente retirada en su vejez. Estuvo enterrada en una fosa de indigentes, carente de lápida, hasta que un siglo después la exhumaron y pusieron en una urna en Sucre. El único honor que recibió fue póstumo: Generala del Ejército Argentino, rango concedido en julio del 2009 por la presidenta Kirchner.

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