"ABYA YALA: TIERRA EN PLENA MADUREZ"

sábado, 11 de septiembre de 2010

San Martín



José Martí


Álbum de El Porvenir, Nueva York, l89l


Un día, cuando saltaban las piedras en España al paso de los franceses, Napoleón clavó los ojos en un oficial seco, y tostado, que cargaba uniforme blanco y azul; se fue sobre él y le leyó en el botón de la casaca el nombre del cuerpo: «¡Murcia!». Era el niño pobre de la aldea jesuita de Yapeyú; criado al aire entre indios y mestizos, que después de veintidós años de guerra española empuñó en Buenos Aires la insurrección desmigajada, trabó por juramento a los criollos arremetedores, aventó en San Lorenzo la escuadrilla real, montó en Cuyo el ejército libertador, pasó Los Andes para amanecer en Chacabuco; de Chile, libro a su espalda, fue por Maipú a redimir el Perú; se alzó protector en Lima, con uniforme de Palmas de oro; salió, vencido por sí mismo, al paso de Bolívar avasallador; retrocedió; abdicó, pasó, solo por Buenos Aires; murió en Francia, con su hija de la mano, en una casita llena de luz y flores. Propuso reyes a la América, preparó mañosamente con los recursos nacionales su propia gloria, retuvo la dictadura, visible o disimulada, hasta que por sus yerros se vio minado en ella, y no llegó sin duda al mérito sublime de deponer voluntariamente ante los hombres su imperio natural. Pero calentó en su cabeza criolla la idea épica que aceleró y equilibró la independencia americana.



Su sangre era de un militar leonés y de una nieta de conquistadores; nació siendo el padre gobernador de Yapeyú a la orilla de uno de los ríos portentosos de América; aprendió a leer en la falda de los montes, criado en el pueblo como hijo del señor, a la sombra de las palmas y de los urundeyes. A España se lo llevaron, a aprender baile y latín en el seminario de los nobles; y a los doce años, el niño «que reía poco» era cadete. Cuando volvió, teniente coronel español de treinta y cuatro años, a pelear contra España, no era el hombre crecido al pampero y la lluvia, en las entrañas de su país americano, sino el militar que, al calor de los recuerdos nativos, crió en las sombras de las logias de Lautaro, entre condes de Madrid y patricios juveniles, la voluntad de trabajar con plan y sistema por la independencia de América; y a las órdenes de Daoiz y frente a Napoleón aprendió de España el modo de vencerla. Peleó contra el moro, astuto y original; contra el portugués aparatoso y el francés deslumbrante. Peleó al lado del español, cuando el español peleaba con los dientes, y del inglés, que muere saludando, con todos los botones en el casaquín, de modo que no rompa el cadáver la línea de batalla. Cuando desembarca en Buenos Aires, con el sable morisco que relampagueó en Arjonilla y en Bailén y en Albuera, ni trae consigo más que la fama de su arrojo, ni pide más que «unidad y dirección», «sistema que nos salve de la anarquía», «un hombre capaz de ponerse al frente del ejército». Iba la guerra como va cuando no la mueve un plan político seguro, que es correría más que guerra. y semillero de tiranos. «No hay ejército sin oficiales.» «El soldado, soldado de pies a cabeza.» Con Alvear, patriota ambicioso de familia influyente, llegó San Martín de España. A los ocho días le dieron a organizar el cuerpo de granaderos montados, con Alvear de sargento mayor. Deslumbra a los héroes desvalidos en las revoluciones, a los héroes incompletos que no saben poner la idea a caballo, la pericia del militar de profesión. Lo que es oficio parece genio; y el ignorante generoso confunde la práctica con la grandeza. Un capitán es general entre reclutas. San Martín estaba sobre la silla, y no había de apearse sino en el palacio de los virreyes del Perú; tomó los oficiales de entre sus amigos, y éstos de entre la gente de casta; los prácticos, no los pasaba de tenientes; los cadetes, fueron de casas próceres; los soldados, de talla y robustos; y todos, a toda hora, «¡alta la cabeza!» «¡El soldado, con la cabeza alta!» No los llamaba por sus nombres, sino por el nombre de guerra que ponía a cada uno. Con Alvear y con el peruano Monteagudo fundó la logia secreta de Lautaro, «para trabajar con plan y sistema en la independencia de América, y su felicidad, obrando con honor y procediendo con justicia»; para que, «cuando un hermano desempeñe el supremo gobierno, no pueda nombrar por sí diplomáticos y generales, ni gobernadores, ni jueces, ni altos funcionarios eclesiásticos o militares»; «para trabajar por adquirir la opinión pública»; «para ayudarse entre si y cumplir sus juramentos, so pena de muerte». Su escuadrón lo fue haciendo hombre a hombre. Él mismo les enseñaba a manejar el sable: «Le partes la cabeza como una sandia al primer godo que se te ponga por delante». A los oficiales los reunió en cuerpo secreto; los habituó a acusarse entre si y a acatar la sentencia de la mayoría; trazaba con ellos sobre el campo el pentágono y los bastiones; echaba del escuadrón al que mostrase miedo en alguna celada, o pusiese la mano en una mujer; criaba en cada uno la condición saliente; daba trama y misterio de iglesia a la vida militar; tallaba a filo a sus hombres; fundía como una joya a cada soldado. Apareció con ellos en la plaza, para rebelarse con su logia de Lautaro contra el gobierno de los triunviros. Arremetió con ellos, caballero en magnífico bayo, contra el español que desembarcaba en San Lorenzo la escuadrilla; cerró sobre él sus dos alas; «a lanza y sable» los fue apeando de las monturas; preso bajo su caballo mandaba y blandía; muere un granadero, con la bandera española en el puño; cae muerto a sus pies el granadero que le quita de encima el animal; huye España, dejando atrás su artillería y sus cadáveres.


Pero Alvear tenía celos, y su partido en la logia de Lautaro, «que gobernaba al gobierno», pudo más que el partido de San Martín. Se carteaba mucho San Martín con los hombres políticos: «existir es lo primero, y después ver cómo existimos»; «se necesita un ejército, ejército de oficiales matemáticos»; «hay que echar de aquí al último maturrango»; «renunciaré mi grado militar cuando los americanos no tengan enemigos»; «háganse esfuerzos simultáneos, y somos libres»; «esta revolución no parece de hombres, sino de carneros»; «soy republicano por convicción, por principios, pero sacrifico esto mismo al bien de mi suelo». Alvear fue de general contra los españoles de Montevideo, y a San Martín lo mandaron de general al Alto Perú, donde no bastó el patriotismo salteño a levantar los ánimos; lo mandaron luego de intendente a Cuyo. ¡Y allá lo habían de mandar; porque aquél era su pueblo; de aquel destierro haría él su fortaleza; de aquella altura se derramaría él sobre los americanos! Allá, en aquel rincón, con los Andes de consejeros y testigos creó, solo, el ejército con que los había de atravesar; ideó, solo, una familia de pueblos cubiertos por su espada; vio, solo, el peligro que corría la libertad de cada nación de América mientras no fuesen todas ellas libres: ¡Mientras haya en América una nación esclava, la libertad de todas las demás corre peligro! Puso la mano sobre la región adicta con que ha de contar, como levadura de poder, quien tenga determinado influir por cuenta propia en los negocios públicos. En sí pensaba, y en América; porque es gloria suya, y como el oro puro de su carácter, que nunca en las cosas de América pensó en un pueblo u otro como entes diversos, sino que, en el fuego de su pasión, no veía en el continente más que una sola nación americana. Entreveía la verdad política local y el fin oculto de los actos, como todos estos hombres de instinto; pero fallaba, como todos ellos, por confundir su sagacidad primitiva, extraviada por el éxito, por la lisonja, y por la fe en sí, con aquel conocimiento y estrategia de los factores invisibles y determinantes de un país, que sólo alcanza, por la mezcla del don y la cultura, el genio supremo. Ese mismo concepto salvador de América, que lo llevaría a la unificación posible de sus naciones hermanas en espíritu, ocultó a sus ojos las diferencias, útiles a la libertad, de los países americanos, que hacen imposible su unidad de formas. No veía, como el político profundo, los pueblos hechos, según venían de atrás; sino los pueblos futuros que bullían, con la angustia de la gestación, en su cabeza; y disponía de ellos en su mente como el patriarca dispone de sus hijos. ¡Es formidable el choque de los hombres de voluntad con la obra acumulada de los siglos!


Pero el intendente de Cuyo sólo ve por ahora que tiene que hacer la independencia de América. Cree e impera. Y puesto, por quien pone, en una comarca sobria como él, la enamoró por sus mismas dotes, en que la comarca contenta se reconocía; y vino a ser sin corona en la cabeza, como su rey natural. Los gobiernos perfectos nacen de la identidad del país y el hombre que lo rige con cariño y fin noble, puesto que la misma identidad es insuficiente, por ser en todo pueblo innata la nobleza, si falta al gobernante el fin noble. Pudo algún día San Martín, confuso en las alturas, regir al Perú con fines turbados por el miedo de perder su gloria; pudo extremar, por el interés de su mundo vacilante, su creencia honrada en la necesidad de gobernar a América por reyes; pudo, desvanecido, pensar en sí alguna vez más que en América, cuando lo primero que ha de hacer el hombre público, en las épocas de creación o reforma, es renunciar a sí, sin valerse de su persona sino en lo que valga ella a la patria; pudo tantear desvalido, en país de más letras, sin la virtud de su originalidad libre, un gobierno retórico. Pero en Cuyo, vecino aún de la justicia y novedad de la naturaleza, triunfó sin obstáculo, por el imperio de lo real aquel hombre que se hacía el desayuno con sus propias manos, se sentaba al lado del trabajador, veía porque herrasen la mula con piedad, daba audiencia en la cocina –entre el puchero y el cigarro negro–, dormía al aire, en un cuero tendido. Allí la tierra trajinada parecía un jardín; blanqueaban las casas limpias entre el olivo y el viñedo; bataneaba el hombre el cuero que la mujer cosía; los picos mismos de la cordillera parecían bruñidos a fuerza de puño. Campeó entre aquellos trabajadores el que trabajaba más que ellos; entre aquellos tiradores, el que tiraba mejor que todos; entre aquellos madrugadores el que llamaba por las mañanas a sus puertas; el que en los conflictos de justicia sentenciaba conforme al criterio natural; el que sólo tenía burla y castigo para los perezosos y los hipócritas; el que callaba, como una nube negra, y hablaba como el rayo. Al cura: «Aquí no hay más obispo que yo; predíqueme que es santa la independencia de América». Al español: «Quiere que lo tenga por bueno?, pues que me lo certifiquen seis criollos». A la placera murmurona: «Diez zapatos para el ejército, por haber hablado mal de los patriotas». Al centinela que lo echa atrás porque entra a la fábrica de mixtos con espuelas: «¡Esa onza de oro!». Al soldado que dice tener las manos atadas por un juramento que empeñó a los españoles: «¡Se las desatará el último suplicio!» A una redención de cautivos le deja sin dinero «¡Para redimir a otros cautivos!» A una testamentaría le manda pagar tributo: «¡Más hubiera dado el difunto para la revolución¡» Derrúmbase a su alrededor, en el empuje de la reconquista, la revolución americana. Venía Morillo; caía el Cuzco; Chile huía; las catedrales entonaban, de México a Santiago, el Te Deum del triunfo; por los barrancos asomaban los regimientos deshechos, como jirones. Y en la catástrofe continental, decide San Martín alzar su ejército con el puñado de cuyanos, convida a sus oficiales a un banquete y brinda, con voz vibrante como el clarín, «¡por la primera bala que se dispare contra los opresores de Chile del otro lado de los Andes!».


Cuyo es de él, y se alza contra el dictador Alvear, el rival que bambolea, cuando acepta incautamente la renuncia que, en plena actividad, le envía San Martín. Cuyo sostiene en el mando a su gobernador, que parece ceder ante el que viene a reemplazarlo; que menudea ante el Cabildo sus renuncias de palabra; que permite a las milicias ir a la plaza, sin uniforme, a pedir la caída de Alvear. Cuyo echa, colérico, a quien osa venir a suceder, con un nombramiento de papel, al que tiene nombramiento de la Naturaleza, y tiene a Cuyo; al que no puede renunciar a sí, porque en sí lleva la redención del continente; a aquel amigo de los talabarteros, que les devuelve ilesas las monturas pedidas para la patria; de los arrieros, que recobraban las arrias del servicio; de los chacareros, que le traían orgullosos el maíz de siembra para la chacra de la tropa; de los principales de la comarca, que fían en el intendente honrado, por quien esperan librar sus cabezas y sus haciendas del español. Por respirar les cobra San Martín a los cuyanos, y la raíz que sale al aire paga contribución; pero les montó de antes el alma en la pasión de la libertad del país y en el orgullo de Cuyo, con lo que todo tributo que los sirviese les parecía llevadero, y más cuando San Martín, que sabía de hombres, no les haría la costumbre local, sino les cobraba lo nuevo por los métodos viejos: por acuerdo de los decuriones del Cabildo. Cuyo salvará a la América. «¡Denme a Cuyo, y con él voy a Lima!» Y Cuyo tiene fe en quien la tiene en él; pone en el Cielo a quien le pone en el Cielo. En Cuyo, a la boca de Chile, crea entero, del tamango al falucho, el ejército con que ha de redimirlo. Hombres, los vencidos; dinero, el de los cuyanos; carne, el charqui en pasta, que dura ocho días; zapatos, los tamangos, con la jareta por sobre el empeine, ropa, de cuero bataneado; cantimploras, los cuernos; los, sables, a filo de barbería; música, los clarines; cañones, las campanas. Le amanece en la armería, contando las pistolas; en el parque, que conoce bala a bala; las toma en peso; les quita el polvo; las vuelve cuidadosamente a la pila. A un fraile inventor lo pone a dirigir la maestranza, de donde salió el ejército con cureñas y herraduras, con caramañolas y cartuchos, con bayonetas y máquinas; y el fraile de teniente, con veinticinco pesos al mes, ronco para toda la vida. Crea el laboratorio de salitre y la fábrica de pólvora crea el código militar, el cuerpo médico, la comisaria. Crea academias de oficiales, porque «no hay ejército sin oficiales matemáticos». Por las mañanas, cuando el sol da en los picos de la serranía, se ensayan en el campamento abierto en el bosque, a los chispazos del sable de San Martín, los pelotones de reclutas, los granaderos de a caballo, sus negros queridos; bebe de su cantimplora: «¡A ver, que le quiero componer ese fusil!»; «la mano, hermano, por ese tiro bueno»; «¡vamos, gaucho, un paso de sable con el gobernador!». O al toque de los clarines, jinete veloz, corre de grupo en grupo, sin sombrero y radiante de felicidad: «¡Recio, recio, mientras haya luz de día; los soldados que vencen sólo se hacen en el campo de instrucción!» Echa los oficiales a torear: «¡Estos locos son los que necesito yo para vencer a los españoles¡» Con los rezagos de Chile, con los libertos, con los quintos, con los vagos, junta y transforma a seis mil hombres. Un día de sol entra con ellos en la ciudad de Mendoza, vestida de flores; pone el bastón de general en la mano de la Virgen del Carmen; ondea tres veces, en el silencio que sigue a los tambores, el pabellón azul: «Esta es, soldados, la primera bandera independiente que se bendice en América; jurad sostenerla muriendo en su defensa, como yo lo juro!»


En cuatro columnas se echan sobre los Andes los cuatro mil soldados de pelear, en piaras montadas, con un peón por cada veinte; los mil doscientos milicianos; los doscientos cincuenta de la artillería, con las dos mil balas de cañón, con los novecientos mil tiros de fusil. Dos columnas van por el medio y dos, de alas, a los flancos. Delante va Fray Beltrán, con sus ciento veinte barreteros, palanca al hombro; sus zorras y perchas, para que los veintiún cañones no se lastimen; sus puentes de cuerda, para pasar los ríos; sus anclas y cables, para rescatar a los que se derrisquen. Ladeados van unas veces por el borde del antro; otras van escalando, pecho a tierra. Cerca del rayo han de vivir los que van a caer, juntos todos, sobre el valle de Chacabuco, como el rayo. De la masa de nieve se levanta, resplandeciendo, el Aconcagua. A los pies, en las nubes, vuelan los cóndores. ¡Allá espera, aturdido, sin saber por dónde le viene la justicia, la tropa del español, que San Martín sagaz ha abierto, con su espionaje sutil y su política de zapa, para que no tenga qué oponer a su ejército reconcentrado! San Martín se apea de su mula, y duerme en el capote, con una piedra de cabecera, rodeado de los Andes.


El alba era, veinticuatro días después, cuando el ala de O’Higgins, celosa de la de Soler, ganó, a son de tambor, la cumbre por donde podía huir el español acorralado. Desde su mente, en Cuyo, lo habla acorralado, colina a colina, San Martín. Las batallas se ganan entre ceja y ceja. El que pelea ha de tener el país en el bolsillo. Era el mediodía cuando, espantado el español, reculaba ante los piquetes del valle, para caer contra los caballos de la cumbre. Por entre los infantes del enemigo pasa como un remolino la caballería libertadora, y acaba a los artilleros sobre sus cañones. Cae todo San Martín sobre las tapias inútiles de la hacienda. Dispérsanse, por los mamelones y esteros, los últimos realistas. En la yerba, entre los quinientos muertos, brilla un fusil, rebanado de un tajo. Y ganada la pelea que redimió a Chile y aseguró a América la libertad, escribió San Martin una carta a la «admirable Cuyo » y mandó a dar vuelta al paño de su casaca.


Quiso Chile nombrarle gobernador omnímodo, y él no aceptó; a Buenos Aires devolvió el despacho de brigadier general, «porque tenía empeñada su palabra de no admitir grado ni empleo militar ni político»; coronó el Ayuntamiento su retrato, orlado de los trofeos de la batalla, y mandó su compatriota Belgrano alzar una pirámide en su honor. Pero lo que él quiere de Buenos Aires es tropa, hierro, dinero, barcos que ciñan por mar a Lima mientras la ciñe él por tierra. Con su edecán irlandés pasa de retorno por el campo de Chacabuco; llora por los «¡pobres negros!» que cayeron allí por la libertad americana; mueve en Buenos Aires el poder secreto de la logia de Lautaro; ampara a su amigo O’Higgins, a quien tiene en Chile de Director, contra los planes rivales de su enemigo Carrera; mina, desde su casa de triunfador en Santiago –donde no quiere «vasijas de plata», ni sueldos pingües– el poderío del virrey en el Perú; suspira, «en el disgusto que corroe su triste existencia», por «dos meses de tranquilidad en el virtuoso pueblo de Mendoza»; arenga a caballo, en la puerta del arzobispo, a los chilenos batidos en Cancharrayada, y surge triunfante camino de Lima, en el campo sangriento de Maipú.


Del caballo de batalla salta a la mula de los Andes; con la amenaza de su renuncia fuerza a Buenos Aires, azuzado por la logia, a que le envíe el empréstito para la expedición peruana; se cartea con su fiel amigo Pueyrredón, el Director argentino, sobre el plan que paró en mandar a uno de la logia a buscar rey a las cortes europeas –a tiempo que tomaba el mando de la escuadra de Chile, triunfante en el Pacífico, el inglés Cochrane, ausente de su pueblo «por no verlo oprimido sin misericordia» por la monarquía– a tiempo que Bolívar avanzaba clavando, de patria en patria, el pabellón republicano. Y cuando en las manos sagaces de San Martín, Chile y Buenos Aires han cedido a sus demandas de recursos ante la amenaza de repasar los Andes con su ejército, dejando a O’Higgins sin apoyo y al español entrándose por el Perú entre chilenos y argentinos; cuando Cochrane le había, con sus correrías hazañosas, abierto el mar a la expedición del Perú; cuando iba por fin a caer con su ejército reforzado sobre los palacios limeños, y a asegurar la independencia de América y su gloria, lo llamó Buenos Aires a rechazar la invasión española que creía ya en la mar, a defender al gobierno contra los federalistas rebeldes, a apoyar la monarquía que el mismo San Martín había recomendado. Desobedece. Se alza con el ejército que sin la ayuda de su patria no hubiese allegado jamás, y que lo proclama en Rancagua su cabeza única, y se va, capitán suelto, bajo la bandera chilena, a sacar al español del Perú, con su patria deshecha a las espaldas. «¡Mientras no estemos en Lima, la guerra no acabará!»; de esta campaña «penden las esperanzas de este vasto continente»; «voy a seguir el destino que me llama»...


¿Quién es aquel, de uniforme recamado de oro, que pasea por la blanda Lima en su carroza de seis caballos? Es el protector del Perú, que se proclamó por decreto propio gobernante omnímodo, fijo en el estatuto el poder de su persona y la ley política, redimió los vientres, suprimió los azotes, abolió los tormentos, erró y acertó, por boca de su apasionado ministro Monteagudo; el que el mismo día de la jura del estatuto creó la orden de nobles, la Orden del Sol; el que mandó a inscribir la banda de las damas limeñas «al patriotismo de las más sensibles»; el «emperador» de que hacían mofa los yaravíes del pueblo; el «rey José» de quien reían, en el cuarto de banderas, sus compañeros de la logia de Lautaro. Es San Martín, abandonado por Cochrane, negado por sus batallones, execrado en Buenos Aires y en Chile, corrido en la «Sociedad Patriótica» cuando aplaudió el discurso del fraile que quería rey, limosnero que mandaba a Europa a un dómine a ojear un príncipe austríaco, o italiano, o portugués, para el Perú. ¿Quién es aquél, que sale, solitario y torvo, después de la entrevista titánica de Guayaquil, del baile donde Bolívar, dueño incontrastable de los ejércitos que bajan de Boyacá, barriendo al español, valsa, resplandeciente de victorias, entre damas sumisas y bulliciosos soldados? Es San Martín que convoca el primer Congreso constituyente del Perú y se despoja ante él de su banda blanca y roja; que baja de la carroza protectoral, en el Perú revuelto contra el Protector, porque «la presencia de un militar afortunado es temible a los países nuevos, y está aburrido de oír que quiere hacerse rey»; que deja el Perú a Bolívar, «que le ganó por la mano», porque «Bolívar y él no caben en el Perú, sin un conflicto que sería escándalo del mundo, y no será San Martín el que dé un día de zambra a los maturrangos». Se despide sereno, en la sombra de la noche, de un oficial fiel; llega a Chile, con ciento veinte onzas de oro, para oír que lo aborrecen; sale a la calle en Buenos Aires, y lo silban, sin ver cómo había vuelto, por su sincera conformidad en la desgracia, a una grandeza más segura que la que en vano pretendió con la ambición.


Se vio entonces en toda su hermosura, saneado ya de la tentación y ceguera del poder, aquel carácter que cumplió uno de los designios de la Naturaleza, y había repartido por el continente el triunfo de modo que su desequilibrio no pusiese en riesgo la obra americana. Como consagrado vivía en su destierro, sin poner mano jamás en cosa de hombre, aquél que había alzado, al rayo de sus ojos, tres naciones libres. Vio en sí cómo la grandeza de los caudillos no está, aunque lo parezca, en su propia persona, sino en la medida en que sirven a la de su pueblo; y se levantan mientras van con él y cuando la quieren llevar detrás de sí. Lloraba cuando veía a un amigo; legó su corazón a Buenos Aires y murió frente al mar, sereno y canoso, clavado en su sillón de brazos, con no menos majestad que el nevado de Aconcagua en el silencio de los Andes.

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